sábado, 19 de diciembre de 2015

Ciclo C - Adviento - Domingo IV

20 de diciembre de 2015 - IV DOMINGO DE ADVIENTO – Ciclo C

Miqueas 5,2-5a
      Esto dice el Señor:
      Pero tú, Belén de Éfrata, pequeña entre las aldeas de Judá de ti
saldrá el jefe de Israel.
      Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial.
      Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus
hermanos retornarán a los hijos de Israel.
      En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del
Señor su Dios.
      Habitarán tranquilos porque se mostrará grande hasta los confines de
la tierra, y ésta será nuestra paz.

Hebreos 10,5-10
      Hermanos:
      Cuando Cristo entró en el mundo dijo: Tú no quieres sacrificios ni
ofrendas, pero me has preparado un cuerpo, no aceptas holocaustos ni víctimas
expiatorias.
      Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu voluntad".
      Primero dice: No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas,
holocaustos ni víctimas expiatorias, -que se ofrecen según la ley-.
      Después añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad. Niega lo primero,
para afirmar lo segundo.
      Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación
del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.

Lucas 1,39-45
      En aquellos días, María se puso en camino y fue a prisa a la montaña,
a un pueblo de Judá ; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel.
      En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su
vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:
      - ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
      ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu
saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó en mi vientre.
      ­¡Dichosa tú que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se
cumplirá.

Comentario

"¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!"

      Le figura de María ocupa un lugar preeminente en el evangelio de este
domingo y en todo el adviento. Es la Madre del Señor.
      Entre las personas que apuntan hacia el Mesías, que arrastran hacia Él,
que nos enseñan como acogerlo, María es la primera.
      El profeta Miqueas pone de manifiesto la elección de Belén, "pequeña
entre las ciudades de Judá" (5,1), para ser la patria del Salvador. Del mismo
modo, Dios se fijó en Nazaret, el humilde pueblo de Galilea, y envió a su
ángel "a una joven prometida con hombre de la estirpe de David".
      El evangelio de Lucas pone de manifiesto el contraste entre el anuncio
hecho a Zacarías, el hombre, el sacerdote que está en el templo de Jerusalén,
y el anuncio hecho a María, mujer, joven oscura, en un pueblo de Galilea. La
elección de Dios recae sobre "lo que no cuenta", confirmando así una línea
bien conocida de la historia de la salvación.
      El evangelista presenta la visita de María a Isabel sobre el calco
veterotestamentario del traslado del arca de la alianza a Jerusalén (2 Sam
6,1-11). Como el arca para los israelitas, María es el lugar de la nueva
presencia del Señor en medio de su pueblo. Isabel, representante de todo el
pueblo que lanza gritos de júbilo, así lo reconoce, movida por el Espíritu
Santo, y Juan Bautista, nuevo David, salta de alegría en presencia del Señor.
El clima del encuentro entre las dos primas está caracterizado por la efusión
del Espíritu Santo.
      La exultación de Juan Bautista referida en Lc 1,41-45 es el
cumplimiento del anuncio hecho por el ángel: "Ser  lleno del Espíritu Santo
desde el seno de su madre" Lc 1,15. Pero, aunque pueda parecer extraño, quien
ahora está "llena del Espíritu Santo" es la madre, según el evangelio (Cf.
Lc 1,41). Notemos que esta efusión del Espíritu Santo se produce a la llegada
de María sobre quien también había venido el Espíritu Santo y a quien había
cubierto con su sombra la fuerza del Altísimo. Lc 1,35. San Ambrosio observa:
Isabel fue llena del Espíritu Santo después de la concepción, María lo fue
antes" (Comentario a S. Lucas, 2,19.22-23).
      Y, movidas por el Espíritu Santo, profieren Isabel su profecía y María
su Magnificat. En las palabras de Isabel hay una bienaventuranza que se
aplica directamente a María y que califica la actitud fundamental de su vida:
"Dichosa tú que has creído": Frente al incrédulo Zacarías, castigado con la
mudez por no haber creído. María es alabada por su fe, situándola así en la
línea de los grandes creyentes, que tienen por padre a Abraham.

Desde Nazaret
      Visto desde Nazaret, los acontecimientos iniciales de la vida de Jesús
-anuncio, visita, nacimiento, presentación, idas y venidas- debían parecer
como un conjunto maravilloso.
      El tiempo de los comienzos aparecía todo él marcado por la acción
directa de Dios, la aparición del Salvador, la efusión del Espíritu. En su
conjunto había sido un momento lleno de alegría, maravilloso, irrepetible.
Todo él cargado de la gracia de Dios.
      Pero Jesús, María y José‚ "cuando hubieron cumplido todo lo que
prescribe la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret" Lc
2,39.
      Comenzó así el tiempo de la obediencia y de la humildad para Jesús y
el tiempo de la oscuridad de la fe para María y José: el tiempo de creer sin
acontecimientos maravillosos que estimulan y confortan, sin ángeles ni
sueños, el tiempo de creer, simplemente. Tiempo de fe y de amor el de
Nazaret.
      La larga vida en Nazaret nos enseña a distinguir la verdadera dimensión
de las cosas. Cuando Dios interviene de manera palpable, es maravilloso. Pero
no podemos esperar intervenciones extraordinarias de Dios a cada paso.
Tenemos que saber, como María, conservar el recuerdo de palabras y
acontecimientos en el corazón. Y sobre todo saber continuar el camino de la
fe cuando ya no cantan los ángeles en el cielo ni hay magos de la fe que
ofrecen tesoros.
      Para María y José‚ el camino de Nazaret es el tiempo ordinario de la
vida del creyente. No se trata de minusvalorar lo del comienzo. Al contrario,
sin la experiencia inicial, no  tendría sentido el camino de ahora o tendría
un significado muy distinto. Son los momentos iniciales los que dan toda su
carga de significado al tiempo ordinario de Nazaret. Sin ellos Jesús, José
y María habrían sido una familia más, pero no la Sagrada Familia.

Y nosotros...
      El tiempo de Nazaret nos descubre también como es nuestra vida. En la
vida de todo creyente hay un momento inicial, maravilloso, de plena
conciencia, de aceptación de Jesús como Señor: tiempo de alegría, de luz y
de gracia. El tiempo de la efusión del Espíritu.
      Viene después el tiempo en que, sin cambiar un ápice, esta realidad
maravillosa, se hace más escondida, aparece menos. Va como apagándose la
euforia de los comienzos.
      Nazaret nos enseña vivir ese tiempo donde todo desaparece y queda sólo
Jesús como única razón que explica el vivir en familia. Un Jesús que crece,
pero que parece siempre igual. Un Jesús sin corona ni gloria, un Jesús "en
todo semejante a los hombres, menos en el pecado".
      Para los que vivimos después de Pentecostés, todo esto es muy
significativo, porque nos enseña como vivir el tiempo de la Iglesia.
      El tiempo de la Iglesia es cuando Jesús crece, aunque no se vea, hasta
que llegue el tiempo de su definitiva manifestación. De este modo el recuerdo
de la gracia de su primera venida se convierte en tensión de espera hasta la
gloria de su segunda venida.
      María, que como nueva arca de la alianza llevó y dio a luz al Salvador,
supo también vivir el tiempo del ocultamiento de Dios en Nazaret. Supo
reconocer la presencia de Dios en ella por medio de la fe y por medio de la
fe reconocerlo en el muchacho Jesús de Nazaret, centro de su familia.
      De este modo la familia de Nazaret nos enseña a pasar de la fe en la
presencia de Dios en el arca, a la fe en la presencia de Dios en la comunidad
de los creyentes y a entender ésta como el lugar de la alianza entre Dios y
los hombres.
      Es la vida de quien vive de la fe y del sacramento. En Nazaret se
aprende que Dios es familiar y que al mismo tiempo está escondido, que vive
en nosotros y en los demás, pero que no lo vemos si no es en la fe.

            ­¡Qué bien_s‚ yo la fonte que mana y corre:
            aunque es de noche!" (San Juan de la Cruz).

Teodoro Berzal. Hsf


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