sábado, 20 de febrero de 2016

Ciclo C - Cuaresma - Domingo II

21 de febrero de 2016 - II DOMINGO DE CUARESMA – Ciclo C

              "Mientras oraba el aspecto de su rostro cambió"

Génesis 15,5-12.17-18
      En aquellos días, Dios sacó afuera a Abrán y le dijo:
      - Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes.
      Y añadió:
      - Así será  tu descendencia.
      Abrán creyó al Señor y se le contó en su haber.
      El Señor le dijo:
      - Yo Soy el Señor que te sacó de Ur de los Caldeos, para darte en pose-
sión esta tierra.
      El le replicó:
      - Señor Dios, ¿Cómo sabré que voy a poseerla?.
      Respondió el Señor:
      - Tráeme una ternera de tres años, una cabra de tres años, un carnero
de tres años, una tórtola y un pichón.
      Abrán los trajo y los cortó por el medio, colocando cada mitad frente
a la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres
y Abrán los espantaba.
      Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrán y un
terror intenso y oscuro cayó sobre él.
      El sol se puso y vino la oscuridad; una humareda de horno y una antor-
cha ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
      Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán en estos términos: A tus des-
cendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río.

Filipenses 3,17-4,1
      Seguid mi ejemplo y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis
en mí.
      Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en
los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su
paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas.
Sólo aspiran a cosas terrenas.
      Nosotros por el contrario somos ciudadanos del cielo, de donde aguarda-
mos un salvador: el Señor Jesucristo.
      El transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su con-
dición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues,
hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en
el Señor, queridos.

Lucas 9,28b-36
      En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a lo alto
de una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió,
sus vestidos brillaban de blancos.
      De repente dos hombres conversaban con Él: eran Moisés y Elías, que
aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusa-
lén.
      Pedro y su compañeros se caían de sueño; y espabilándose vieron su
gloria y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban,
dijo Pedro a Jesús:
      - Maestro, qué hermoso es estar aquí. Haremos tres chozas: una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías.
      No sabía lo que decía.
      Todavía estaba hablando cuando llegó una nube que los cubrió.
      Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía:
      - Este es mi Hijo, el escogido, escuchadle.
      Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio
y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
     
Comentario
      Al empezar la segunda etapa del camino cuaresmal de conversión, leemos
el evangelio de la transfiguración del Señor, que anuncia su resurrección y
nuestra transfiguración como hijos de Dios.
      Para Lucas la transfiguración es uno de los últimos acontecimientos del
ministerio de Jesús en Galilea. Poco después, en el mismo capítulo, se em-
pieza a narrar el largo viaje que llevará a Jesús a Jerusalén donde, según
sus propias palabras "este Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser re-
chazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y
resucitar al tercer día". La transfiguración, momento epifénico de la gloria
del Hijo de Dios, se ve así proyectada hacia el momento de la máxima
humillación y de la glorificación final.
      El rostro de Jesús cambió de aspecto durante la oración y hasta sus
mismos vestidos transparentaban la luz de su persona. Pero lo más importante
no es la apariencia externa sino la realidad que se manifiesta. La trans-
figuración de Jesús es la manifestación de Dios, de la presencia de Dios en
su naturaleza humana en el momento en que se encamina hacia la cruz. Los
signos de esta manifestación personal de Dios son: la luz que brillaba en el
rostro de Jesús ("vieron su gloria"), la nube y la voz.
      Como en otras teofanías bíblicas, hay por parte de Dios una voluntad
de acercamiento, de comunión y una reacción de temor inicial por parte del
hombre. En este caso la voz que se oye y las palabras pronunciadas ("Este es
mi Hijo, el Elegido. Escuchadle") hacen que la manifestación de Dios sea
particularmente clara y explícita. La designación de Jesús como hijo
predilecto recuerda la figura mesiánica del "siervo de Yavé", el siervo que
lleva sobre sus espaldas los pecados del mundo y que ofrece su vida como
rescate por los demás.
      La referencia al misterio pascual viene, por último, confirmada por el
contenido de la conversión de Jesús con Moisés y Elías: "Hablaban de su
éxodo, que iba a completar en Jerusalén".
      De esta manera queda evidenciada la relación entre la manifestación de
Dios en el monte de la transfiguración (el Tabor) y la suprema manifestación
de Dios en la muerte y resurrección de Cristo.

En Nazaret
      En la montaña de la transfiguración Cristo manifestó su gloria. En
Nazaret no hubo ninguna manifestación, al contrario, Jesús pasaba por uno de
tantos. Pero en Nazaret, como en los demás sitios, Jesús era en persona la
manifestación de Dios.
      La segunda carta de S. Pedro testimonia así la experiencia de quien
presenció la transfiguración en el Tabor: "Porque cuando os hablábamos de la
venida de nuestro Señor, Jesús Mesías, en toda su potencia, no plagiábamos
fábulas rebuscadas, sino que habíamos sido testigos presenciales de su gran-
deza. El recibió de Dios honra y gloria cuando, desde la sublime gloria, le
llegó aquella voz tan singular: "Este es mi hijo a quien yo quiero, mi
predilecto" 2Pe 1,16-18. Otro de los testigos dice: "Y la Palabra se hizo
hombre, acampó entre nosotros y contemplamos su gloria, gloria de Hijo único
del Padre" Jn. 1,14.
      María y José no vieron en Nazaret la gloria de su hijo, que era a la
vez el Hijo del Padre, pero no por ello son menos testigos de la realidad
humana y divina de Jesús: Ellos sabían quién era Jesús y lo testimoniaron.
Hay cosas en los evangelios que nadie hubiera sabido si ellos no lo hubieran
contado. Pero sobre todo su vida es el mejor testimonio: una vida llena de
fe y de amor es el signo claro de alguien que "ha visto" quién es Jesús.
      Nadie mejor que María y José podrían haber dicho con el apóstol Juan:
"Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros
ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos, -hablamos de la Palabra
que es vida, porque la vida se manifestó, nosotros la vimos, damos testimonio
y os anunciamos la vida eterna que estaba de cara al Padre y se manifestó a
nosotros-, eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora" I Jn 1,1-3.
      María y José‚ no estuvieron en el Tabor. José‚ probablemente había muerto
ya cuando Jesús comenzó la vida pública y por tanto no pudo oír hablar de sus
milagros. Y sin embargo nadie mejor que ellos vio, contempló y palpó con sus
manos la Palabra que es vida.

Nuestro testimonio
      La transfiguración de Cristo es la garantía de nuestra propia
transfiguración que va actuándose a medida que, como Abrahán, renovamos la
alianza con el Dios siempre fiel.
      Esta transfiguración o transformación permanente es nuestra tarea de
cristianos. Consiste en ir siendo cada vez más transparentes a la luz que
viene del Señor, en manifestar cada vez mejor con nuestra vida que Dios salva
al mundo, en vivir de modo que "alumbre también nuestra luz ante los hombres,
que vean el bien que hacemos y glorifiquen a nuestro Padre del cielo". Mt
5,16.
      Nosotros quisiéramos ver a veces esta transformación a ritmo acelerado.
Pero la realidad de la vida nos enseña que se trata de un proceso lento.
      El contacto prolongado que María y José tuvieron con Jesús en Nazaret
nos revela la dimensión fundamental de nuestro testimonio. El testigo se
cualifica por la inmediatez y la experiencia de lo que dice más que por la
maestría con que expone la doctrina o el mensaje.
      Muchas veces el anuncio del mensaje adolece de falta de experiencia y
se queda en palabras vanas dichas sin convencimiento.
      Cuesta quedarse en Nazaret esperando que Cristo "transformará la bajeza
de nuestro ser reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo, con esa

energía que le permite incluso someter el universo" Fil 3,21.
Teodoro Berzal.hsf

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