21
de febrero de 2016 - II DOMINGO DE
CUARESMA – Ciclo C
"Mientras oraba el aspecto
de su rostro cambió"
Génesis 15,5-12.17-18
En aquellos días, Dios sacó afuera a
Abrán y le dijo:
- Mira al cielo, cuenta las estrellas si
puedes.
Y añadió:
-
Así será tu descendencia.
Abrán creyó al Señor y se le contó en su
haber.
El Señor le dijo:
- Yo Soy el Señor que te sacó de Ur de
los Caldeos, para darte en pose-
sión
esta tierra.
El le replicó:
- Señor Dios, ¿Cómo sabré que voy a
poseerla?.
Respondió el Señor:
- Tráeme una ternera de tres años, una
cabra de tres años, un carnero
de
tres años, una tórtola y un pichón.
Abrán los trajo y los cortó por el medio,
colocando cada mitad frente
a
la otra, pero no descuartizó las aves. Los buitres bajaban a los cadáveres
y
Abrán los espantaba.
Cuando iba a ponerse el sol, un sueño
profundo invadió a Abrán y un
terror
intenso y oscuro cayó sobre él.
El sol se puso y vino la oscuridad; una
humareda de horno y una antor-
cha
ardiendo pasaban entre los miembros descuartizados.
Aquel día el Señor hizo alianza con Abrán
en estos términos: A tus des-
cendientes
les daré esta tierra, desde el río de Egipto al Gran Río.
Filipenses 3,17-4,1
Seguid mi ejemplo y fijaos en los que
andan según el modelo que tenéis
en
mí.
Porque, como os decía muchas veces, y
ahora lo repito con lágrimas en
los
ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su
paradero
es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas.
Sólo
aspiran a cosas terrenas.
Nosotros por el contrario somos
ciudadanos del cielo, de donde aguarda-
mos
un salvador: el Señor Jesucristo.
El transformará nuestra condición
humilde, según el modelo de su con-
dición
gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues,
hermanos
míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en
el
Señor, queridos.
Lucas 9,28b-36
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro,
a Juan y a Santiago a lo alto
de
una montaña, para orar. Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió,
sus
vestidos brillaban de blancos.
De repente dos hombres conversaban con
Él: eran Moisés y Elías, que
aparecieron
con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusa-
lén.
Pedro y su compañeros se caían de sueño;
y espabilándose vieron su
gloria
y a los dos hombres que estaban con Él. Mientras estos se alejaban,
dijo
Pedro a Jesús:
- Maestro, qué hermoso es estar aquí.
Haremos tres chozas: una para ti,
otra
para Moisés y otra para Elías.
No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando cuando llegó una
nube que los cubrió.
Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la
nube decía:
- Este es mi Hijo, el escogido,
escuchadle.
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús
solo. Ellos guardaron silencio
y,
por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Comentario
Al empezar la segunda etapa del camino
cuaresmal de conversión, leemos
el
evangelio de la transfiguración del Señor, que anuncia su resurrección y
nuestra
transfiguración como hijos de Dios.
Para Lucas la transfiguración es uno de
los últimos acontecimientos del
ministerio
de Jesús en Galilea. Poco después, en el mismo capítulo, se em-
pieza
a narrar el largo viaje que llevará a Jesús a Jerusalén donde, según
sus
propias palabras "este Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser re-
chazado
por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y
resucitar
al tercer día". La transfiguración, momento epifénico de la gloria
del
Hijo de Dios, se ve así proyectada hacia el momento de la máxima
humillación
y de la glorificación final.
El rostro de Jesús cambió de aspecto
durante la oración y hasta sus
mismos
vestidos transparentaban la luz de su persona. Pero lo más importante
no
es la apariencia externa sino la realidad que se manifiesta. La trans-
figuración
de Jesús es la manifestación de Dios, de la presencia de Dios en
su
naturaleza humana en el momento en que se encamina hacia la cruz. Los
signos
de esta manifestación personal de Dios son: la luz que brillaba en el
rostro
de Jesús ("vieron su gloria"), la nube y la voz.
Como en otras teofanías bíblicas, hay por
parte de Dios una voluntad
de
acercamiento, de comunión y una reacción de temor inicial por parte del
hombre.
En este caso la voz que se oye y las palabras pronunciadas ("Este es
mi
Hijo, el Elegido. Escuchadle") hacen que la manifestación de Dios sea
particularmente
clara y explícita. La designación de Jesús como hijo
predilecto
recuerda la figura mesiánica del "siervo de Yavé", el siervo que
lleva
sobre sus espaldas los pecados del mundo y que ofrece su vida como
rescate
por los demás.
La referencia al misterio pascual viene,
por último, confirmada por el
contenido
de la conversión de Jesús con Moisés y Elías: "Hablaban de su
éxodo,
que iba a completar en Jerusalén".
De esta manera queda evidenciada la
relación entre la manifestación de
Dios
en el monte de la transfiguración (el Tabor) y la suprema manifestación
de
Dios en la muerte y resurrección de Cristo.
En Nazaret
En la montaña de la transfiguración Cristo
manifestó su gloria. En
Nazaret
no hubo ninguna manifestación, al contrario, Jesús pasaba por uno de
tantos.
Pero en Nazaret, como en los demás sitios, Jesús era en persona la
manifestación
de Dios.
La segunda carta de S. Pedro testimonia
así la experiencia de quien
presenció
la transfiguración en el Tabor: "Porque cuando os hablábamos de la
venida
de nuestro Señor, Jesús Mesías, en toda su potencia, no plagiábamos
fábulas
rebuscadas, sino que habíamos sido testigos presenciales de su gran-
deza.
El recibió de Dios honra y gloria cuando, desde la sublime gloria, le
llegó
aquella voz tan singular: "Este es mi hijo a quien yo quiero, mi
predilecto"
2Pe 1,16-18. Otro de los testigos dice: "Y la Palabra se hizo
hombre,
acampó entre nosotros y contemplamos su gloria, gloria de Hijo único
del
Padre" Jn. 1,14.
María y José no vieron en Nazaret la
gloria de su hijo, que era a la
vez
el Hijo del Padre, pero no por ello son menos testigos de la realidad
humana
y divina de Jesús: Ellos sabían quién era Jesús y lo testimoniaron.
Hay
cosas en los evangelios que nadie hubiera sabido si ellos no lo hubieran
contado.
Pero sobre todo su vida es el mejor testimonio: una vida llena de
fe
y de amor es el signo claro de alguien que "ha visto" quién es Jesús.
Nadie mejor que María y José podrían
haber dicho con el apóstol Juan:
"Lo
que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros
ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos, -hablamos de la Palabra
que
es vida, porque la vida se manifestó, nosotros la vimos, damos testimonio
y
os anunciamos la vida eterna que estaba de cara al Padre y se manifestó a
nosotros-,
eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora" I Jn 1,1-3.
María y José‚ no estuvieron en el Tabor.
José‚ probablemente había muerto
ya
cuando Jesús comenzó la vida pública y por tanto no pudo oír hablar de sus
milagros.
Y sin embargo nadie mejor que ellos vio, contempló y palpó con sus
manos
la Palabra que es vida.
Nuestro testimonio
La transfiguración de Cristo es la
garantía de nuestra propia
transfiguración
que va actuándose a medida que, como Abrahán, renovamos la
alianza
con el Dios siempre fiel.
Esta transfiguración o transformación
permanente es nuestra tarea de
cristianos.
Consiste en ir siendo cada vez más transparentes a la luz que
viene
del Señor, en manifestar cada vez mejor con nuestra vida que Dios salva
al
mundo, en vivir de modo que "alumbre también nuestra luz ante los hombres,
que
vean el bien que hacemos y glorifiquen a nuestro Padre del cielo". Mt
5,16.
Nosotros quisiéramos ver a veces esta
transformación a ritmo acelerado.
Pero
la realidad de la vida nos enseña que se trata de un proceso lento.
El contacto prolongado que María y José
tuvieron con Jesús en Nazaret
nos
revela la dimensión fundamental de nuestro testimonio. El testigo se
cualifica
por la inmediatez y la experiencia de lo que dice más que por la
maestría
con que expone la doctrina o el mensaje.
Muchas veces el anuncio del mensaje
adolece de falta de experiencia y
se
queda en palabras vanas dichas sin convencimiento.
Cuesta quedarse en Nazaret esperando que
Cristo "transformará la bajeza
de
nuestro ser reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo, con esa
energía
que le permite incluso someter el universo" Fil 3,21.
Teodoro Berzal.hsf
No hay comentarios:
Publicar un comentario