6 de noviembre de 2016 - XXXII DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C
"Serán hijos de
Dios"
Lucas
20,27-38
En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la
resurrección de los muertos, y le
preguntaron:
- Maestro, Moisés nos dejó escrito: "Si a uno se le muere su
hermano,
dejando mujer, pero sin hijos, cásese
con la viuda y dé descendencia a su
hermano". Pues bien, había siete
hermanos: el primero se casó y murió sin
hijos. Y el segundo y el tercero se
casaron con ella, y así los siete
murieron sin dejar hijos. Por último
murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección de los muertos, ¿de cuál
de ellos será la mujer? Porque los
siete han estado casados con ella.
Jesús les contestó:
- En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados
dignos de la vida futura y de la
resurrección de entre los muertos no se
casarán. Pues ya no pueden morir, son
como ángeles; son hijos de Dios, porque
participan de la resurrección. Y que resucitan
los muertos, el mismo Moisés
lo indica en el episodio de la zarza,
cuando llama al Señor "Dios de abrahán,
Dios de Isaac, Dios de Jacob". No
es Dios de muertos, sino de vivos, porque
para Él todos están vivos.
Comentario
En el evangelio de hoy los saduceos ("que negaban la
resurrección")
proponen a Jesús una pregunta
insidiosa. Su finalidad parece ser tanto la de
ridiculizar la concepción que los
fariseos tenían de la vida del más allá
como la de poner en dificultad a Jesús
y así desacreditar su enseñanza.
Jesús deja de lado los aspectos más o menos grotescos de la pregunta
y va directamente al punto clave: el
hombre no termina con la muerte, Dios
es un Dios de vivos, la condición de
vida actual es transitoria con respecto
a la vida futura. Citando las palabras
del Exodo (3,6), Jesús refuta a los
saduceos en su propio terreno, pues
ellos sólo admitían los libros del
Pentateuco, en cuanto solo esos eran
considerados escritos por Moisés. No
responde, pues, a la pequeña pregunta
suscitada, sino a la gran cuestión de
la resurrección de los muertos dentro
de la cual se resuelve también lo que
le han preguntado.
Las palabras de Jesús dejan entrever algunos detalles de la condición
del hombre en la vida futura: "no
se casarán", serán "como los ángeles", "no
pueden morir", "serán hijos
de Dios". Es difícil establecer nexos de cau-
salidad entre esas proposiciones. De
hecho las traducciones muestran grandes
divergencias. La explicación más
correcta parece ser el decir que la razón
de todo está en las palabras que siguen
al texto: "Dios es un Dios de vivos".
El es el viviente y fuente de toda
vida, por eso "los que sean dignos de la
resurrección" serán en plenitud
hijos de Dios, no morirán, no se casarán,
serán como los ángeles.
Con su muerte y resurrección Jesús dará la prueba definitiva de la
verdad de sus enseñanzas. Jesús es el
primogénito de los que resucitan de
entre los muertos (Col 1,18), el
primogénito de una multitud de hermanos (Rm
8,29).
La
vida de Nazaret
En Nazaret empezó ya a vivirse la novedad del Reino de los cielos. Una
de sus características más relevantes
es la virginidad: "no se casarán".
En el momento del anuncio del nacimiento del Mesías, descubrimos que
María había hecho propósito de
permanecer virgen: "no conozco varón" Lc 1,34.
El relativo anacronismo del propósito
de la virginidad pone aún más de
relieve la novedad de los tiempos
mesiánicos. Poco después esa planta nacería
con fuerza en la Iglesia.
La concepción virginal del Mesías -tan alejada de los mitos paganos del
mismo género- es un signo claro tanto
de la trascendencia de Cristo como de
la realidad de la encarnación. Pero
muestra también cómo Dios es el único
autor de la vida nueva. La concepción
virginal de Jesús es también una nueva
creación. José no es el padre biológico
de Jesús, ni se trata tampoco de una
generación en sentido biológico por
parte de Dios.
María y José, unidos en matrimonio, vivieron en Nazaret la novedad de
la virginidad, no como una carencia,
sino como una sobreabundancia de vida.
Dios, autor de la vida, había
intervenido en María en un modo maravilloso.
Ella, la llena de gracia, había sido
colmada por la acción y el poder del
Espíritu Santo. Como sucedió con el
arca de la alianza cuando "la gloria del
Señor llenó el santuario y Moisés no
pudo entrar en la tienda del encuentro
porque la nube se había posado sobre
ella y la gloria del Señor llenaba el
santuario" Ex 40,34-45.
El amor de María y José estuvo al servicio de la llegada del Reino de
Dios a la tierra, por eso, aunque
casados, son también perfecto modelo de
"quienes se hacen eunucos por el
reino de Dios" Mt 19,12, anticipando como
signo lo que será la condición de todos
en la otra vida.
Nuestra
vida
En un mundo de ideologías inmanentistas y sumido en algunas partes en
la civilización del consumo, el
cristiano, todo cristiano, está llamado a dar
testimonio de la vida futura. Su fe
proclama que si esta vida tiene un
sentido es en función de un futuro
trascendente. Y ese futuro no falla porque
no está garantizado por la afirmación
de una teoría o por el esfuerzo de los
hombres, sino por el mismo Dios, que ha
resucitado a Jesús.
El testimonio de la vida futura, de la trascendencia, no es negación
de lo que ahora vivimos, ni de las
tareas mundanas, al contrario, es darlas
todo su valor. Pero al mismo tiempo la
fe en la otra vida relativiza todo
lo presente, afirmando que lo
definitivo no es el orden de este mundo.
En esta línea de pensamiento es particularmente significativa la opción
por el celibato hecha por un cierto
número de cristianos. Al igual que la
virginidad de María y de José, el
celibato por el reino de los cielos en
seguimiento de Cristo, tiene como
motivación última, no la negación del amor,
sino el don de Dios y su intervención
en la historia personal de un hombre
o de una mujer para hacerle un signo
especial de lo que ser la plenitud del
Reino.
Quien opta por el celibato introduce en su amor dos dimensiones propias
de la otra vida: la inmediatez del amor
absoluto a Dios y la universalidad
del amor a los hombres. Naturalmente,
estas dimensiones se viven en la
fragilidad de la carne y con todo el
lastre de la debilidad humana. Aun así,
la Iglesia reconoce un signo muy
valioso de los bienes futuros, de la si-
tuación final de la historia humana
cuando ya "ni hombres ni mujeres se
casarán porque ya no pueden morir
puesto que serán como los ángeles".
TEODORO BERZAL.hsf
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