15 de enero de 2017 - II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Este es el cordero de Dios"
Juan 1,29-34
Al ver Juan a Jesús que venia hacia él,
exclamó:
-Éste es el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel
de quien yo dije: "Tras de mí viene un hombre que está
por delante de mí,
porque existe antes que yo". Yo no lo conocía, pero he
salido a bautizar con
agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio
testimonio diciendo:
-He contemplado el Espíritu
que bajaba del cielo como una paloma y se
posó sobre Él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a
bautizar con agua me
dijo: aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse
sobre Él, Ése es
aquél que ha de bautizar con Espíritu Santo.
Y yo lo he visto, y
he dado testimonio de que Éste es el Hijo de Dios.
Comentario
La liturgia nos
invita a volver nuevamente nuestra mirada hacia el
acontecimiento del bautismo de Jesús. Esta vez desde el
evangelio de S. Juan,
que no narra directamente el hecho, pero profundiza en su
significado.
En la celebración eucarística
se lee en primer lugar, como el domingo
pasado, un texto de Isaías sobre la figura del siervo de Yavé.
Esta figura
misteriosa, que tiene a la vez rasgos individuales y
colectivos, y anuncia
una personalidad que llevará consigo el destino y la misión
de todo el pue-
blo, nos habla ya a su modo de Jesús. Será Él quien
llevará a cabo, como un
nuevo Moisés, el éxodo definitivo del nuevo pueblo de Dios.
El texto de hoy
subraya además su misión universal: "Te hago luz de las
naciones, para que
mi salvación alcance hasta el confín de la tierra"
(49,6).
Esta figura del
"siervo" nos ayuda a entender la expresión central del
evangelio de hoy. Juan Bautista señalando a Jesús, dice:
"Este es el cordero
de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).
Recordemos además que
cuando se anuncia la "pasión" del siervo de Yavé
se lo compara con un
"cordero llevado al matadero" (Is 53,7). Es
posible que en la expresión de
Juan Bautista referida a Jesús haya una alusión a esa
mansedumbre. La alusión
sería m s explícita si la traducción castellana diera
plenamente el sentido
original del texto. Sonaría así: "... el cordero de
Dios que quita el pecado
del mundo cargándolo sobre sí". Estaría de este modo más
cerca de Is 53,11:
"Mi siervo justificará a muchos porque cargará con los crímenes
de ellos".
Pero hay también en
la figura del "cordero" una referencia a la víctima
de la Pascua. Los evangelistas en la narración de la última
cena y de la
pasión de Jesús multiplican las alusiones al cordero
inmolado, signo de la
liberación nueva y definitiva traída por Cristo.
Y hay una tercera
pista de reflexión por donde entender la exclamación de
Juan Bautista. En el ámbito apocalíptico (recordemos que
tanto Juan Bautista
como Juan el evangelista se movían en ese ambiente) el
"cordero", manso y
desarmado, tiene una fuerza misteriosa capaz de imponerse a
sus adversarios
(Cfr. Ap. 14,10; 17,14) En este caso hay que notar que no se
trata de una
victoria sobre los enemigos, sino sobre el mal, sobre el
pecado del mundo,
y no destruyéndolo, sino cargando con él.
El testimonio de
Juan Bautista, culmen de su misión profética, consiste
precisamente en identificar a Jesús, en reconocerlo y
mostrarlo a los demás.
Pero ese testimonio sólo puede darse en virtud de la acción
del Espíritu
Santo. Juan confiesa, en efecto que "no lo conocía",
como para indicar que
el reconocimiento de la verdadera identidad de Jesús es
fruto de una revela-
ción que se acoge mediante la fe.
"Éste es"
El valor del
testimonio de Juan Bautista está en el hecho de haber
descubierto bajo la apariencia humilde de un hombre
cualquiera, que se pone
en la fila de los pecadores y se somete a un bautismo de
agua, al cordero de
Dios, al Hijo de Dios. "Yo no lo conocía, pero he
salido a bautizar con agua
para que se manifieste a Israel" (Jn 1,31).
Como en muchos
otros casos de la historia de la salvación, se produce
aquí la paradoja de la revelación: Dios se manifiesta a la
vez que esconde
su gloria en la figura de uno que se presenta sin ninguna
apariencia externa,
como uno de los muchos que acudían a escuchar al profeta y a
ser bautizados
por él. Esa paradoja llegará a su extremo en la cruz, donde
la gloria de Dios
se manifestará precisamente en el extremo fracaso.
En esa misma clave
están escritos los evangelios de la infancia de
Cristo: la gloria de Dios se manifiesta en la pobreza y en
la humildad. La
serie de teofanías (= manifestaciones de Dios) de los
primeros años de la
vida de Jesús en el evangelio de Lucas va puntualmente acompañada
de otros
tantos subrayados que ponen de relieve la pobreza y humildad
de las
condiciones en que se producen. Veamos algunas.
Como lugar donde es
anunciada la venida del Hijo del Altísimo es escogido
Nazaret, pueblo desconocido; a una virgen, llena de gracia,
que se reconoce
"sierva"; cuando nace Jesús la gloria de Dios
resplandece sobre unos
pastores. En la presentación en el templo de quien es
proclamado "Santo" y
"Salvador", luz y gloria del pueblo, se hace sólo
la ofrenda propia de los
pobres. A la afirmación insólita de Jesús de que debe estar
en la casa de su
Padre, sigue la humilde sumisión a sus padres y el descenso
a Nazaret. María
rubrica en su canto esa paradoja constante de Dios en su
modo de obrar:
"Derriba del trono a los poderosos y exalta a los
humildes; a los hambrientos
los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos"
(Lc 1,52).
No son, pues, las
apariencias externas las que pueden llevar a la fe
aceptada y confesada. En el caso de Juan Bautista (igual que
para María y
José) lo que lleva al reconocimiento del Mesías es esa
correspondencia
establecida por la acción de la gracia entre el signo
anunciado y lo que se
ve con los ojos de la carne: "Aquel sobre quien veas
bajar el Espíritu y
posarse sobre Él, Ése es" (Jn 1,33).
Esa experiencia
inicial del testimonio que arranca de la fe será más
adelante en la Iglesia una ley permanente. El IV evangelio
asocia indisolu-
blemente el testimonio del Espíritu Santo al de los discípulos
de Jesús:
"Cuando venga el abogado que os voy a enviar yo de
parte de mi Padre, Él será
testigo en mi causa: también vosotros sois testigos, porque
habéis estado
conmigo desde el principio" (Jn 15,26-27). Al haber
visto a Jesús desde el
principio debe, pues, asociarse el haber recibido el Espíritu
Santo para
poder dar testimonio de Jesús, para poder decir: "Éste
es".
Señor Jesús, en quien reposa el Espíritu
Santo,
tú eres quien nos ha liberado
cargando con nuestros pecados.
Te adoramos en esa unión tan íntima con el Espíritu
Santo
que va mucho más allá
de lo que nosotros podemos entender y decir,
pero que sabemos te marca profundamente
y revela tu identidad.
El es quien te hace Hijo frente al Padre
y quien te hace hermano y salvador nuestro.
Te pedimos ese mismo Espíritu
ya que eres tú quien bautiza en Él.
Nuestro bautismo
El mensaje de la
Palabra de Dios nos invita a continuar la reflexión
sobre nuestro bautismo iniciada el domingo pasado. Señalábamos
ya dos
aspectos: el camino permanente de conversión y la relación
entre el bautismo
y la misión. Veamos hoy algunos otros que nos ayuden a vivir
ese hecho
fundacional de nuestra vida cristiana.
Típica del IV
evangelio es la afirmación de que el Espíritu Santo no sólo
bajó sobre Jesús en el momento de su bautismo, sino que se posó
y se quedó
en Él de forma permanente. Esa comunión esencial entre Jesús
y el Espíritu
Santo nos dice también algo a los que hemos sido bautizados
por Él "con
Espíritu Santo". El bautismo nos marca con el sello
indeleble del Espíritu
Santo para la vida eterna. Así pues, nuestra vida cristiana
no consiste sólo
en no hacer nada que pueda contristar al Espíritu que vive
en nosotros, sino
en dejarnos guiar por Él. "Vosotros, en cambio, no estáis
sujetos a los bajos
instintos, sino al Espíritu, ya que el Espíritu de Dios
habita en vosotros;
y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es
cristiano" (Rom 8,9-10).
El bautismo hace,
pues, también relación al pecado. No sólo en cuanto,
mediante él, el pecado original y los pecados personales
quedan perdonados,
sino en cuanto nos configura con "el cordero de Dios
que quita el pecado del
mundo". Nos compromete así en una lucha permanente
contra el mal en nosotros
mismos, en los demás, en el ambiente en que vivimos.
Dos son los errores
que podemos cometer en esta lucha. Uno consiste en
ignorar la realidad del pecado aceptando explicaciones ideológicas
que
tienden a camuflarlo o a removerlo del inconsciente
colectivo. Queriendo
desdramatizarlo todo se corre el riesgo de negar en último término
el drama
de la redención del hombre efectuada por Cristo.
El otro error es
pretender luchar desde fuera contra algo que está dentro
de nosotros y en los demás. El "cordero de Dios",
al que hemos contemplado
hoy, señalado por Juan, nos enseña a quitar el pecado del
mundo cargando con
é. ¿Qué puede significar esto en nuestra vida? En primer
lugar saber unir
la condición del "siervo", capaz de hacerse
cercano a quien peca, a quien es
débil o se encuentra encasillado en su orgullo. Pero también
quizá la
capacidad de asumir con paz nuestros pecados, emprendiendo
una y mil veces
el camino que pasa por el sacramento de la reconciliación y
pone en la pista
de una nueva conversión.
TEODORO
BERZAL.hsf
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