9 de abril de 2017 – Ciclo A - DOMINGO DE RAMOS EN LA PASION DEL SEÑOR
"Realmente éste era Hijo de Dios"
Isaías
50,4-7
Mi Señor me ha dado una lengua de
iniciado, para saber decir al abatido,
una palabra de aliento.
Cada mañana me
espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor Dios me ha
abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he
echado atrás.
Ofrecí la espalda a
los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi
barba.
No oculté el rostro
a insultos y salivazos.
Mi Señor me
ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso endurecí mi
rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.
Filipenses 2,6-11
Hermanos: Cristo, a
pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y
tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como
un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y
una muerte de
cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el
¡Nombre-sobre-
todo-nombre! de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble -en el
Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame:
¡Jesucristo es
Señor! para gloria de Dios, Padre.
Mt
26,14 - 27,66
Comentario
Como centro de la
Palabra de Dios tenemos en este domingo la lectura de
la pasión de Jesús. Esta "memoria de la pasión"
debe acompañarnos durante
toda la semana que se abre con el Domingo de Ramos. Escuchar
el relato
serenamente en la liturgia y leerlo con atención en el
silencio es el mejor
comentario que pueda hacerse.
La versión de la
pasión que ofrece S. Mateo coincide casi completamente
con la de S. Marcos. Hay, sin embargo, algunos detalles propios
de Mateo que
guiarán nuestra reflexión. Esas diferencias tienden a
subrayar la ruptura con
el hebraísmo, el cumplimiento de la Escritura, la
dramaticidad de las
situaciones...
Los acontecimientos
que preceden a la pasión, además de su significado
propio, crean el clima que permite comprender en profundidad
todo el proceso.
Podemos fijarnos en estos detalles. La traición de Judas es
interpretada a
la luz de una cita explícita del profeta Zacarías en la que
se concreta el
precio exacto pagado por los sumos sacerdotes; ese precio
equivalía a lo que
se había dado por el profeta (Zac 11,13) y era el precio de
un esclavo. En
el relato de Mateo es en el que con más nitidez aparece la
figura del traidor
pues acentúa el contraste entre la comunión y amistad que
supone sentarse a
la misma mesa y la delación inmediatamente posterior. En la
institución de
la Eucaristía hay dos expresiones propias de Mateo: la
sangre de Jesús será
derramada "para el perdón de los pecados" y,
cuando Jesús beberá de nuevo el
fruto de la vid en el Reino del Padre lo hará
"con vosotros". En la
predicción del abandono por parte de Pedro y los demás
discípulos, Mateo cita
nuevamente a Zacarías y añade una palabra con gran valor
eclesiológico. Para
él se trata de la dispersión de las ovejas "del
rebaño".
Entrando en el
relato de la pasión propiamente dicha, encontramos también
algunos aspectos propios de Mateo. Durante la agonía en
Getsemaní, atenúa el
drama interior de Jesús. El "terror y angustia" de
Mc 14,33,son en Mateo
"tristeza y angustia". En la oración al Padre,
Jesús añade un "si es posible"
sumiso y obediente.
Durante el proceso
ante las autoridades religiosas se subraya la
inocencia de Jesús y la falsedad de las acusaciones. Puede
notarse también
la correspondencia entre la pregunta de Caifás y la
confesión mesiánica de
Pedro (Mt 16,16). El proceso ante las autoridades civiles es
presentado como
particularmente inicuo, aunque forma parte del designio de
Dios. La mujer de
Pilato ve en Jesús "un hombre justo".
En los momentos
finales de la crucifixión y muerte de Jesús, Mateo se
fija sobre todo en su abandono y soledad. Más que los otros
evangelistas
insiste en el cumplimiento de la Escritura aludiendo
repetidas veces a
expresiones de los salmos. Característica de Mateo es
también la expresión
"Si eres hijo de Dios... ", que hace eco a las
palabras del tentador en el
desierto al comienzo del ministerio de Jesús. Finalmente es
propia de Mateo
la alusión a los fenómenos cósmicos que acompañaron la
muerte y sepultura de
Jesús. Parece que quiere significar con ellos el paso de una
era a otra, el
paso de la antigua a la nueva alianza.
Unus de Trinitate passus
est
El misterio de
Nazaret educa nuestra mirada de fe para, desde la Sagrada
Familia, contemplar la profundidad trinitaria de Dios.
La pasión de Jesús
nos revela en el punto supremo, la historia del Dios
amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con S. Agustín podemos
decir: "Allí
estaban los tres, el Amante, el Amado y el Amor".
Con demasiada
frecuencia estamos acostumbrados a meditar la pasión viendo
sólo a Jesús e incluso, teniendo en cuenta su doble
naturaleza, nos detenemos
casi exclusivamente en sus sufrimientos humanos. Dejamos así
de lado su
naturaleza divina que por definición, o quizá más bien por
una deformación
mental nuestra, consideramos impasible. Deshacemos así,
quizá de manera
inconsciente, la unión hipostática realizada en la
encarnación. Por eso hemos
colocado como título de esta reflexión una expresión
antiquísima de la fe
cristiana ("uno de la Trinidad ha padecido"), que
dice bien esa implicación
de toda la Trinidad en la pasión de Cristo.
Al
"abandono" que Jesús experimenta no sólo como hombre, sino también
como Hijo, sobre todo en el momento de Getsemaní y en la
hora de la muerte,
corresponde por parte del Padre ese acto que el Nuevo
Testamento llama en
diversos lugares "entrega". "Dios no escatimó
su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros" (Rom 8,32). Es más, Dios lo
ha hecho "pecado" y
"maldición" (Gal 3,13) por nosotros. En el
abandono que el Hijo siente está
del otro lado la entrega por parte del Padre. Si el Hijo no
fue escatimado,
eso aconteció para que quienes merecíamos el castigo
fuéramos salvados.
Podemos ver, pues, en el abandono del Hijo la entrega del
Padre, no sólo en
cuanto da a su propio Hijo, sino en cuanto Él mismo se
entrega y compromete
definitivamente con el hombre. Pero el Hijo se entrega a sí
mismo
voluntariamente, en perfecta sintonía con la voluntad del
Padre. "Me amó y
se entregó por mí" (Gal 2,20).
En el
acontecimiento de la cruz tenemos el momento del máximo abandono,
de la máxima distancia, por así decirlo, entre el Padre y el
Hijo, y al mismo
tiempo la máxima comunión. Quien franquea la distancia y une
los extremos es
evidentemente el Espíritu Santo. Por eso de Cristo
crucificado brota la
abundancia de vida del Espíritu que vivifica a los muertos y
se derrama a
todos los hombres.
El Espíritu Santo
"que sondea las profundidades de Dios" (1Co 1,11) está
en el dolor de Dios por el pecado del hombre; está en el
dolor del Padre al
entregar al Hijo para que muera a manos de los hombres; está
en la agonía,
en el abandono, en la muerte del Hijo y desde esas
situaciones, que a los
ojos de los hombres parecen absurdas y desesperadas hace
brotar el amor, un
amor que procede de una libertad total y de una misericordia
infinita. "Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su hijo único para que tenga
vida eterna y
no perezca ninguno de los que creen en Él" (Jn 3,16).
Señor Jesús, que te has hecho obediente
hasta morir en la cruz por nuestros pecados,
pedimos para nosotros ese mismo Espíritu,
que transformó esa cadena de humillación,
de dolor, de desprecio, de abandono que fue
tu pasión
en el sacrificio perfecto que salva al mundo.
Que el Espíritu Santo nos introduzca,
mediante la fe, la adoración y el compromiso
en ese misterio inconmensurable
del amor trinitario
para que sepamos contemplar
la expresión humana del dolor de Dios
manifestada en el sufrimiento.
Por nosotros
El acontecimiento
de la cruz ilumina el misterio de Dios revelándonos la
inmensidad de su amor que se manifiesta en el sufrimiento de
Cristo. Pero
proyecta también una luz definitiva sobre el misterio del
hombre.
Ante Cristo
abandonado-entregado por el Padre y muerto en la cruz no
podemos ver como irremediable ninguna situación humana,
nuestra o de los
demás. Ninguna miseria, ninguna maldad, ningún pecado es
ajeno a lo que pasó
aquel día en el Calvario. Nuestro corazón debe ser capaz de
dilatarse hasta
comprender toda la extensión del mal y del pecado que existe
en el mundo,
para desde ella proclamar que la misericordia de Dios es aún
más amplia. El
recorrido que Jesús ha hecho en su pasión por todas las
miserias del hombre
nos permite lanzar ese grito de esperanza.
Pero al mismo
tiempo que la comprensión y la misericordia, debe crecer en
nosotros el repudio más absoluto de toda forma de pecado. Y
ese repudio, en
nosotros y en los demás, debe nacer de la contemplación del
inmenso amor de
Dios que vemos manifestado en Cristo. "No es posible
comprender el mal del
pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las
profundidades de Dios"
(Dominum et Vivificantem, 39). Sólo quien se hace cargo del
dolor que Dios
experimenta por el pecado, puede abrirse al misterio de la
redención. "Pero
a menudo el Libro sagrado nos habla de un Padre, que siente
compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este
inescrutable e
indecible "dolor" de Padre engendrará sobre todo
la admirable economía del
amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del
misterio de la piedad,
en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte
que el pecado"
(idem).
La historia del
amor de Dios hacia el hombre se resume en el camino
concreto seguido por Jesús que lo llevó, fiel a Dios y fiel
al hombre, a la
cruz. Así nos indicó también la senda que nosotros tenemos
que seguir:
"Cristo sufrió por vosotros dejándoos un modelo para
que sigáis sus huellas.
El no cometió pecado, ni encontraron mentira en sus
labios... El en su
persona subió nuestros pecados a la cruz para que nosotros
muramos a los
pecados y vivamos para la honradez" (1Pe 2,23-24).
TEODORO
BERZAL.hsf
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