30 de abril de 2017 - III DOMINGO DE PASCUA – Ciclo A
"Ellos lo reconocieron"
Hechos 2,14. 22-23
El día de
Pentecostés, se presentó Pedro con los once, levantó la voz y
dirigió la palabra:
-Escuchadme,
israelitas: Os hablo de Jesús de Nazaret, el hombre que Dios
acreditó ante vosotros realizando por su medio milagros,
signos y prodigios
que conocéis. Conforme al plan previsto y sancionado por
Dios, os lo
entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en
una cruz. Pero
Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era
posible que la
muerte lo retuviera bajo su dominio pues David dice:
Tengo siempre
presente al Señor,
con Él a mi
derecha no vacilaré.
Por eso se me
alegra el corazón,
exulta mi
lengua
y mi carne
descansa esperanzada.
Porque no me
entregarás a la muerte,
ni dejarás a
tu fiel conocer la corrupción.
Me has enseñado
el sendero de la vida,
me saciarás
de gozo en tu presencia.
Hermanos,
permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y
lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de
hoy. Pero era
profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento
sentar en su trono
a un descendiente suyo; cuando dijo que "no lo
entregaría a la muerte y que
su carne no conocería la corrupción", hablaba previendo
la resurrección del
Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos
nosotros somos
testigos.
Ahora, exaltado por
la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo
que estáis viendo
y oyendo.
I Pedro 1,17-21
Queridos hermanos:
Si llamáis Padre al
que juzga a cada uno, según sus obras, sin parciali-
dad, tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
Ya sabéis con qué
os rescataron de ese proceder inútil recibido de
vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata,
sino a precio de la
sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto
antes de la
creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por
nuestro bien.
Por Cristo vosotros
creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y
así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.
Lucas 24,13-35
Dos discípulos de
Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la
semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas
de Jerusalén;
iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban
y discutían,
Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos.
Pero sus ojos no
eran capaces de reconocerlo. El les dijo:
-¿Qué conversación
es esta que tenéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron
preocupados. Y uno de ellos que se llamaba Cleofás,
le replicó:
-¿Eres tú el único
forastero en Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado
allí estos días?
El les preguntó:
-¿Qué?
Ellos le
contestaron:
-Lo de Jesús el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en
palabras ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los
sumos sacerdotes
y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo
crucificaron. Nosotros
esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya
ves, hace dos
días que sucedió todo esto. Es verdad que algunas mujeres de
nuestro grupo
nos han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro,
y no encontraron
su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una
aparición de
ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de
los nuestros fueron
también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las
mujeres; pero a
Él no lo vieron.
Entonces Jesús les
dijo:
-¡Qué necios y
torpes sois para entender lo que dijeron los profetas! ¿No
era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su
gloria?
Y comenzando por
Moisés y siguiendo por los profetas les explica lo que
se refería a Él en toda la Escritura.
Ya cerca de la
aldea donde iban, Él hizo ademán de pasar adelante, pero
ellos le apremiaron diciendo:
-Quédate con
nosotros porque atardece y el día va de caída.
Y entró para
quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y se los dio. A ellos se
les abrieron los
ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció.
Ellos comentaron:
-¿No ardía nuestro
corazón mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?
Y, levantándose al
momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron
reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban
diciendo:
-Era verdad, ha
resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo
que les había pasado por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.
Comentario
La liturgia va
guiando la experiencia pascual de los creyentes a través
de un itinerario que presenta los diversos aspectos de la
resurrección de
Cristo. En el domingo de Pascua nos presentó el
acontecimiento de la
resurrección, en el segundo domingo la identidad del
resucitado con el
crucificado del Gólgota y en este tercer domingo nos
presenta el camino de
la fe de los discípulos, que se realiza a través de la
comprensión de las
Escrituras y el signo de la eucaristía.
En el arco de la
jornada en que se produce la resurrección de Cristo,
Lucas (y él sólo) inserta la narración de los discípulos que
van a Emaús. Se
trata de un episodio secundario que el carga de un gran
significado humano,
espiritual y teológico.
Dos amigos se
vuelven a casa tristes y desilusionados. A través de su
conversación, primero entre ellos y después con el
desconocido que se les
acerca, conocemos la causa de su estado de ánimo:
"Nosotros esperábamos que
Él fuera el liberador de Israel... " Y se extrañan de
que haya alguien que
no conozca lo ocurrido.
Se diría que el evangelista quiere subrayar
la dificultad del camino de
la fe. Los testimonios de la resurrección de Jesús para los
dos que van a
Emaús no significan nada. Son banalizadas las palabras de
las mujeres, las
apariciones de los ángeles, la comprobación de que la tumba
estaba vacía...
El Señor resucitado
se acerca a ellos y les explica las Escrituras.
Seguramente ellos habían leído o escuchado lo que dicen las
Escrituras muchas
otras veces, pero no habían penetrado su significado; sobre
todo no habían
entendido que ellas "den testimonio" de Jesús (Jn
5,39). Con las palabras del
Maestro algo empieza a cambiar en su interior ("nuestro
corazón ardía", dirán
después) pero los ojos de su fe permanecen aún cerrados.
Con gran sabiduría
el evangelista muestra que la Escritura introduce en
el conocimiento del misterio del Señor, pero falta el paso
decisivo de la fe
que sólo se cumple ante el signo del pan.
Los ojos de los
discípulos sólo se abren cuando, a través de los gestos
de Jesús, repetidos otras veces seguramente en su presencia,
entran en la
gracia del sacramento y lo reconocen vivo junto a ellos.
Pero en ese mismo
momento Jesús resucitado desaparece de su vista. La
experiencia de Cleofás
y su amigo (anónimo para que cada cual pueda identificarse
con él) es
paradigmática de todo creyente.
Dejando de lado las
apariciones, el creyente está llamado a buscar a
Cristo en la Escritura y a reconocerlo vivo y presente en
los signos de su
presencia que son en primer lugar los sacramentos de la
Iglesia.
(Puede verse también el ciclo "C", domingo de
Pascua)
"Al partir el
pan"
El relato del
encuentro de Cristo resucitado con los dos que iban camino
de Emaús tiene un gran valor sacramental, puesto que ellos
lo reconocieron
"al partir el pan".
Meditando el
evangelio desde Nazaret no podemos dejar de subrayar el
gesto de partir el pan. No queremos hacerlo en
contraposición con las
palabras de bendición que Jesús usó en esos momentos y en el
de la
institución de la Eucaristía. Queremos sencillamente
fijarnos en el gesto,
porque es una parte importante de la celebración de la fe,
pero también
porque nos lleva fácilmente al tiempo de Nazaret. Jesús vio
muchas veces y
probablemente también realizó el gesto del jefe de familia
de partir el pan.
Más tarde Él cargaría ese gesto de un significado nuevo al
establecerlo como
forma de celebrar la nueva alianza entre Dios y los hombres.
"Partir el
pan". Para el israelita toda comida, incluso la más ordinaria
y sencilla, tenía un alto valor humano y religioso, que
Jesús asimiló
profundamente en la vida de cada día en su familia de
Nazaret. El Evangelio
presenta con frecuencia a Jesús participando en reuniones
que incluían una
comida (Caná, Jn 2,1-11; con la familia de Lázaro, Lc
10,38-42; con los
publicanos y pecadores, Mt 9,10; Lc 19,2-10). Después de su
resurrección,
Jesús come con sus discípulos (Lc 24,30; Jn 21,13). Pero los
evangelios y
también S. Pablo ponen especial atención en describir los
gestos y las
palabras de Jesús durante la última cena. Y entre los gestos
ocupa un lugar
privilegiado el de "partir el pan". Jesús aparece
así como el verdadero padre
de familia, que reúne a los suyos y les distribuye el
alimento para nutrirlos
y ponerlos en comunión de vida unos con otros. El gesto de
partir el mismo
pan para ser comido por todos significa la comunión de fe y
de destino, pero
también el sacrificio que supone la ruptura.
De hecho las
primeras comunidades cristianas usaron la expresión
"fracción del pan" para designar la comida
realizada en memoria del Señor.
Más adelante se impondría la palabra eucaristía = acción de
gracias o
bendición. Es difícil saber si las comidas fraternas de los
primeros
cristianos de Jerusalén incluían también propiamente la
celebración
sacramental (Hech 2,42-46). Progresivamente se pasó de la
comida ordinaria
a la "cena del Señor" (1Co 11,20-34) y se fue
liberando de las connotaciones
estrictamente judías para pasar a ser la celebración
cristiana anual y
también semanal (Hech 20,7-11) (Cfr.Líon Dufour, Diccionario
de teología
Bíblica, voz Eucaristía).
Dos cosas queríamos
señalar con esta consideración: 1) que el gesto tan
humano de partir el pan, aprendido en Nazaret, sirvió como
gesto fundamental
para instituir la eucaristía y sirve hoy para celebrarla en
la Iglesia ("los
sacramentos no son sólo palabras, son también
acciones", Catecismo de la
Iglesia Católica, 1153-1155); 2) que la primera expresión
para designar la
eucaristía aludía precisamente a ese gesto de fracción del
pan que Jesús hizo
también en presencia de los dos de Emaús.
Te bendecimos, Señor Jesús,
en el gesto de partir el pan,
perpetuado para siempre en el sacramento de
la Eucaristía.
Que tu palabra reveladora de la verdad
haga arder nuestros corazones
con el fuego de tu Espíritu
y podamos reconocerte en todas las formas de
tu presencia.
Danos esa atención que teme
dejarte pasar de largo
en tantas ocasiones como te acercas a
nosotros
casi de forma imperceptible.
Te necesitamos siempre, Señor,
en nuestra vida.
"El
desapareció"
La inmediatez y
continuidad de la presencia de Jesús en Nazaret contrasta
con la fugacidad de sus apariciones postpascuales. Poco a
poco Jesús fue
educando a los que estaban con Él para que pudieran
reconocerlo en ese otro
modo de presencia que se realiza a través de los signos.
Jesús nos dice con
el relato evangélico de hoy que su poder salvador es
sacramental. Es decir, que su presencia llega a nosotros
desde su condición
actual de resucitado. Por eso cuando los discípulos de Emaús
lo reconocen en
el signo, cesa ese otro modo de presencia extraordinario que
es la aparición.
Así pueden entender que la vida del resucitado no es un
retorno al modo de
vivir de antes. Su muerte ha roto para siempre esa
continuidad y lo ha
constituido Señor y Salvador.
"Entró para
quedarse con ellos", dice el texto evangélico. Evidentemente,
para quedarse de otro modo, en la permanencia de la fe, en
la posibilidad de
"re-crear" su presencia a través de los signos que
Él mismo había
establecido.
El relato de los
dos de Emaús es verdaderamente una parábola de la
condición peregrinante del creyente. Toda su fuerza
expresiva está en el
realismo de la visibilidad con que se presenta el
resucitado. Cuando caminaba
con ellos, no lo veían, aunque su corazón algo les decía;
cuando empezaron
a verlo, Él desaparece. Ellos se esperaban del Mesías que
cumpliera los
signos y prodigios capaces de liberar a Israel. Pero Jesús
resucitado empieza
a ejercer su poder de otra forma, presentándose con unos
signos que cambian
el corazón de las personas y comunican, no a un solo pueblo
sino a todos los
hombres, la verdadera liberación. Esa es la nueva alianza de
Dios con los
hombres en la que Cristo nos introduce derramando su propia
sangre.
La Palabra nos
convoca hoy a renovar nuestra fe en los sacramentos de la
Iglesia y por medio de los sacramentos de la Iglesia. Los
gestos y las
palabras quedan vacíos sin esa fe capaz de comprenderlos en
profundidad y de
dejar que vayan transformando nuestra vida hasta que un día
nuestros ojos se
abran, purificados por la muerte, para poder contemplar al
Señor en su misma
condición gloriosa.
TEODORO
BERZAL.hsf
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