18 de junio de 2017 – TO - SOLEMNIDAD DEL
CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – Ciclo A
"El pan vivo"
Deuteronomio 8,2-3.
14b-16a
Habló Moisés al
pueblo y dijo:
-Recuerda el camino
que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos
cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte
a prueba y cono-
cer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te
afligió haciéndote
pasar hambre y después te alimentó con el maná --que
tú no conocías ni cono-
cieron tus padres-- para enseñarte que no sólo de pan vive
el hombre, sino
de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te
olvides del Señor tu
Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo
recorrer aquel
desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un
sequedal sin una
gota de agua; que sacó agua para ti de une roca de pedernal;
que te alimentó
en el desierto con un maná que no conocían tus padres.
I Corintios 10,16-17
Hermanos: El cáliz
de nuestra Acción de Gracias, ¿no nos une a todos en
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos une a
todos en el cuerpo
de Cristo?
El pan es uno, y
así nosotros, aunque somos muchos formamos un solo
cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.
Juan 6,51-59
Dijo Jesús a los
judíos:
-Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo: el que come de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para
la vida del mundo.
Disputaban entonces
los judíos entre sí:
-¿Cómo puede éste
darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les
dijo:
-Os aseguro que, si
no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su
sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y
bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es
verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi
carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive
me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que
ha bajado del cielo; no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para
siempre.
Comentario
Dentro de la
riqueza inmensa de significados que tiene la fiesta de hoy,
la liturgia mediante las lecturas y preces, se fija sobre
todo en la pre-
sencia "verdadera" de Cristo en la eucaristía y en
la comunión vital con Él
a la que los creyentes están llamados. En los otros ciclos
litúrgicos se
insiste más en la eucaristía como memorial de la nueva
alianza (ciclo B) y
en los compromisos que implica la comunión de vida con
Cristo (ciclo C).
El texto del
evangelio, tomado de la parte final del discurso en la
sinagoga de Cafarnaún, acentúa el significado eucarístico de
toda la
explicación dada por Jesús al milagro de la multiplicación
de los panes.
Jesús se presenta
como el verdadero pan venido del cielo, en contraste
con el maná que los israelitas habían comido en el desierto.
Por eso la
liturgia explicita el primer término de la comparación con
la 1ª. lectura,
sacada del Deuteronomio. En ella, cuando ya el pueblo se
encontraba bien
afincado en su tierra, el autor sagrado recuerda a sus
contemporáneos el
tiempo del desierto: tiempo de prueba y dificultad, pero
también tiempo de
fidelidad y de dependencia total (incluso para la comida
diaria) de quien
había sacado al pueblo de Egipto. La alternancia prueba-don
pone de
manifiesto la pedagogía divina que quiere conocer las
profundidades del
corazón humano y al mismo tiempo se ofrece como única
alternativa a la
tentación de la tierra.
En el texto del
Nuevo Testamento se dejan de lado muchas conotaciones del
episodio del maná para seleccionar los dos significados que
más interesan:
el maná era un alimento perecedero (sólo duraba un día) y
quienes lo
comieron, murieron antes de entrar en la tierra prometida.
Por contraste,
Jesús se presenta como el pan vivo y asegura la vida para
siempre a quienes se nutran de Él.
Lo sorprendente,
para quienes escuchaban a Jesús en sentido negativo, y
positivo para quien tiene fe, es que la expresión "dar
el pan" se transforma
a lo largo del discurso en "ser el pan". Esto
lleva a una interpretación
sacramental de todo el pasaje. De modo que ese nuevo pan
vivo puede ser
también comido. El texto original acentúa incluso la
materialidad del acto
de comer. En el se saborea el nuevo manjar que es la carne y
la sangre del
Hijo del Hombre. La "carne y la sangre" significa
la totalidad de la persona
entregada como alimento. Es esa disponibilidad y entrega la
que permite a los
comensales entrar en esa comunión profunda con Jesús que les
asegura la vida
eterna.
La 2ª. lectura
subraya ulteriormente esa dimensión de comunión que se
produce también con los demás al compartir el mismo pan.
Sacramento y encarnación
"Lo que era
visible en nuestro Salvador, dice S. León Magno, ha pasado a
sus misterios". Y S. Gregorio: "Lo que era visible
en Cristo pasó a los
sacramentos de la Iglesia".
En la historia de
la salvación hay una progresión según la cual la
presencia de Dios se hace cada vez más tangible en medio de
su pueblo. En esa
línea el punto culminante es la encarnación del Verbo en el
seno de la Virgen
María por obra del Espíritu Santo. El Verbo se hace carne,
se hace "imagen
visible del Dios invisible" (Col 1,15), "reflejo
de su gloria e impronta de
su ser"(Heb 1,3). La venida de Dios en Jesucristo
inaugura la etapa
sacramental de la historia de la salvación. Podemos decir,
en efecto, que
Jesús es el "sacramento" del Padre. Lo visible es
signo de lo invisible, lo
material se convierte en signo de lo espiritual; se abre así
un nuevo camino
de acceso a Dios a quien "nadie ha visto jamás"
(Jn 1,18).
Es fundamental el
paso de la encarnación para la economía sacramental. Si
bien es cierto que a través de los sacramentos Cristo se
hace presente en
virtud de la fuerza salvadora del misterio pascual, la
encarnación se
presenta como la condición indispensable y el paso previo
para llegar a la
donación sacramental. El paso del signo-cuerpo humano de
Jesús al "signo-pan
y vino", como se presenta en el sacramento, representa
una continuidad que,
en la oscuridad de la fe, explica de algún modo la dinámica
de la acción sal-
vadora de Dios.
Podemos decir
incluso que la presencia de Cristo en los signos
sacramentales de la Iglesia pone de manifiesto la
irremediable limitación y
provisionalidad de la encarnación, en cuanto el cuerpo de
Jesús estaba
sometido a las mismas coordenadas de tiempo y de lugar que
todos los demás.
En comparación con la amplitud de los tiempos, de las
generaciones y
generaciones a las que está destinada la salvación, el
número de los que
pudieron "ver y tocar" el signo-cuerpo es
ciertamente reducido, casi
insignificante. Por esto, de algún modo, la encarnación
reclamaba una forma
de presencia que rompiera los límites del espacio y del
tiempo permaneciendo
inmutable la estructura sacramental. Es lo que se realiza en
todos los sacra-
mentos y de modo especial en la eucaristía.
La meditación de la
encarnación nos ayuda así a dar el paso de la fe que
requiere toda sacramentalidad. Así como en el hombre Jesús de
Nazaret vemos
la presencia de Cristo Hijo de Dios, del mismo modo en la
humildad del pan,
del vino, del aceite y de los demás signos hemos de ver su
misma presencia
actuante y salvadora. La fe debe llevarnos a exclamar con el
apóstol: "Es el
Señor" (Jn 21,7).
Señor Jesús, que te has
hecho hombre y te has hecho pan,
queremos, con la fuerza
del Espíritu Santo,
saber acogerte en
nuestra vida
para que se despliegue
toda la vitalidad
que has puesto en el
sacramento.
Comiendo tu carne y
bebiendo tu sangre
queremos asimilar tu
forma de vida
para que la nuestra se
vaya transformado
a la luz del evangelio
de manera que, reunidos
en la misma mesa,
estemos también unidos
en la vida
y caminemos con todos
los hombres
hacia el banquete del
Reino.
Vivir el sacramento
Participar en la
Eucaristía significa en primer lugar hacer memoria de un
pasado, el pasado de las maravillas de Dios que culminan en
la muerte y
resurrección de Cristo. Ser conscientes de esa dimensión
histórica comporta
una gran confianza, pues la eficacia del sacramento está
garantizada por el
misterio pascual que ya se ha cumplido y con el que entramos
en comunión por
la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Nuestra vida
cristiana se
presenta así como una progresiva incorporación al Cristo
viviente y operante
a través de los siglos.
Vivir el sacramento
implica el "comer" y el "beber", es decir, realizar
los actos concretos que comporta la acción sacramental, la
cual necesita de
la colaboración humana para llegar a su término. Y estos
gestos no se cumplen
en solitario, sino en solidaridad con quienes comparten la
misma fe.
La donación de
Cristo que se hizo posible gracias a la encarnación y la
institución del sacramento, es también el camino indicado
para que el signo
se cumpla en el creyente. Movido por la fuerza del Espíritu,
debe encontrar
el modo concreto de "dejarse comer" en la
celebración y en la vida para poder
hacerse de Cristo y de todos.
El papel del
Espíritu Santo en la encarnación y en la eucaristía como
creador de vida y de comunión, debería llevarnos a ponernos
a su disposición
para que realice la transformación que nuestra vida necesita
y para que así
el sacramento produzca su efecto para gloria de Dios Padre.
Viviendo así
repetidamente el signo sacramental, aprenderemos a vivir los
otros signos de la presencia de Cristo y de la acción del
Espíritu Santo en
nuestra vida y en nuestra historia. Todos esos signos nos
llevarán a su
manera a la eucaristía, de mismo modo que ésta afinará nuestra
percepción y
nos dará nuevas fuerzas para entrar en ellos y transformar
el mundo.
TEODORO
BERZAL.hsf
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