9 de julio de 2017 - XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C
"Soy sencillo y
humilde"
-Zac 9,9-10
-Sal 144
-Rom 8,9. 11-13
-Mt 11,25-30
Mateo 11,25-30
Jesús exclamó:
-Te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la
gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha
entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el
Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien
el Hijo se lo
quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y
agobiados y yo
os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy
manso y humilde de
corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es
llevadero y mi
carga ligera.
Comentario
En el cap. 11 de S.
Mateo encontramos diversas reacciones ante la persona
y el mensaje de Jesús. Como contrapunto de quienes lo
rechazan o de quienes
no saben distinguir el momento histórico excepcional que
están viviendo,
aparece el grupo de los humildes y sencillos que dan fe a
sus palabras. Este
misterio de la sabiduría de los sencillos viene presentado
por el texto que
leemos hoy en tres pasos sucesivos.
La primera unidad
comprende la exclamación orante de Jesús que bendice al
Padre por su designio de revelación. Paradójicamente quedan
fuera de él
quienes mejor podían entenderlo. Por el contrario penetran
en él quienes
menos dotados estaban para ello, los pequeños. Se ratifica
así una constante
de la historia de la salvación que en los tiempos del Mesías
llegó al grado
sumo.
En la segunda parte
del texto, formada por los vv. 26 y 27, Jesús, en tono
solemne, se presenta Él mismo como uno de estos
"pequeños" que conoce, de
modo perfecto y exclusivo, el misterio del Padre.
"Conocer" indica esa
relación de intimidad y recíproca donación que constituye el
fondo del amor
trinitario. La simetría respecto al conocer indica la
igualdad de las
personas en la esencia divina. De rechazo indica también la
necesidad
absoluta de pasar por Jesús para entrar en la intimidad de
la vida divina.
Esa revelación se presenta como un acto gratuito, fruto de
la generosidad del
Hijo, quien en su condición humana revela los secretos de
Dios. La única
condición parece ser esa "pequeñez" o sencillez de
la que antes se ha hecho
mención.
La parte conclusiva
es una cálida invitación personal a los cansados y
oprimidos para buscar el descanso, la renovación y el
consuelo en Jesús
mismo. ¿Pero de qué tipo de cansancio y opresión se trata?
La respuesta
parece venir dada por las palabras que figuran a
continuación en el texto.
Veamos por qué. En la tradición del Antiguo Testamento la
ley divina se
consideraba como un "yugo" (Cfr Jer 2, 20; Eclo 51,21).
La interpretación
rigorista de los fariseos había acentuado su carácter
opresor al
desarrollarla en numerosos preceptos imposibles de cumplir
para la gente
sencilla. Jesús, identificándose con éstos últimos
("soy humilde y sencillo")
propone otro camino. Se trata de penetrar en el espíritu
mismo de la ley y
ver su cumplimiento no tanto como la realización de una
exigencia externa,
cuanto la expresión de un corazón que pertenece por entero
al Señor. De este
modo, todo aparece más fácil y ligero. Jesús mismo se
presenta como modelo
de esa forma de ser ("aprended de mí") que
consiste en aceptar con corazón
humilde el amor del Padre y responderle entregando la vida
por todos.
"Miró la humildad de su
sierva"
El corazón humilde
y sencillo de Jesús se formó en Nazaret, en la casa de
María, la sierva del Señor, y de S. José.
La primera lectura
de este domingo, tomada del profeta Zacarías, nos da
perfectamente la identidad de ese Mesías, a la vez débil y
fuerte, sencillo
y humilde que corresponde a las características de quien
vivió en Nazaret
durante treinta años.
El texto de
Zacarías comienza con una invitación a la alegría y a la
aclamación a Dios por la llegada del Mesías. Esa alegría y
exultación están
motivadas por la intervención salvadora de Dios al final de
los tiempos, pero
también porque el Salvador que llega corresponde a la
esperanza de los más
humildes.
El Mesías esperado
es presentado como justo y victorioso, pero su figura
no tiene nada de triunfalista. Más adelante el profeta lo
presentará bajo la
figura del "pastor golpeado" (11,4-17), de quien
ha sido "traspasado", de
alguien por quien se hace luto, como cuando muere el hijo
único (12,10-12).
En contraste con otras expectativas, el profeta presenta al
Mesías en su
entrada triunfal cabalgando sobre un asno, animal tranquilo
y trabajador,
símbolo de la humildad de la vida cotidiana. Pero a pesar de
esa actitud
mansa y humilde, ser ese Mesías quien eliminará las
armas de la guerra no
sólo en Jerusalén, sino en todo el territorio de Israel. Con
Él llegará la
paz. Y ese es precisamente el motivo del júbilo: el hecho de
que Dios cumple
su promesa por medios inesperados y aparentemente
inadecuados a la grandeza
del resultado. Así aparece con más claridad que es Él quien
salva.
Esa figura de
Mesías es la que Jesús fue "encarnando" y asimilando
progresivamente en el ambiente humilde de Nazaret. Ese
trabajo lento de ir
descubriendo como hombre la raíz más auténtica de la
esperanza de su pueblo,
fue plasmando su figura y sus actitudes más profundas: ese
corazón sencillo
y humilde del que hoy descubrimos la grandeza en el
evangelio.
Sin duda hubiera
podido llegar a todo eso en un instante, pero nosotros
sabemos, contemplando el misterio de Nazaret, que el
designio de Dios era
otro. Jesús fue creciendo... Y es que las actitudes más
profundas del alma
humana exigen irse formando poco a poco, ir impregnándose
paulatinamente del
ambiente humano en que se vive para desarrollar las
potencialidades la
persona. El tiempo de Nazaret fue decisivo seguramente para
la formación de
la personalidad humana de Jesús, para ser alguien capaz de
asimilar las
mejores esperanzas de su pueblo, para comprender el
cansancio, la aflicción
y la opresión en que vive tanta gente y también para saber
cómo el orgullo
puede cerrar el corazón humano para rechazar incluso a Dios
y oscurecer la
inteligencia hasta no comprender las cosas más sencillas...
El corazón humilde
de Jesús se forjó en la humildad de Nazaret.
Te bendecimos, Padre,
lento a la ira y grande
en el amor,
porque te has
manifestado en Jesús,
el Mesías humilde y
pacifico.
En Él acoges a cuantos
están cansados y oprimidos
y les ofreces la
salvación.
Danos el Espíritu de
amor
que vaya transformando
nuestro corazón
a imagen del de tu
Hijo,
para que en Él
aprendamos a conocerte
y sepamos acoger y
confortar de verdad
a cuantos piden nuestro
apoyo.
Recuérdanos siempre
cómo hemos sido nosotros
acogidos por ti,
para que no impongamos
a los demás cargas
más pesadas de las que
nosotros mismos
estamos dispuestos a
llevar.
El Espíritu da vida
Aprender a conocer
a Jesús, entrar en intimidad con Él, conocer sus
actitudes profundas, no es algo que la inteligencia, el
estudio, el dominio
del saber puedan dar por sí solos. "Si uno no tiene el
Espíritu de Cristo,
no le pertenece" (Rom. 8, 9). Es el Espíritu Santo, en
efecto, que ha sido
dado al cristiano en el bautismo y en la confirmación, quien
le guía en esa
tarea constante de conocimiento e identificación con Cristo.
El primer paso
consiste en descubrir cómo nuestra salvación y la de todos
los hombres es fruto de la humildad y de la humillación de
Jesús. "Él, a
pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de
Dios; al
contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de
esclavo, haciéndose
uno de tantos..." (Fil 2,5-7). No es fácil admitir eso;
si uno se deja llevar
por la lógica del mundo o de la carne, parece más bien una
locura, siguiendo
la expresión de S. Pablo.
Pero el mismo S.
Pablo exhorta a los cristianos a tener los mismos
sentimientos que Cristo y precisamente en ese acto de su
abajamiento y
humillación. Tener los mismos sentimientos supone un
conocimiento y una
identificación con Cristo que sólo el Padre puede dar por
medio del Espíritu
Santo. Es la gran audacia, y al mismo tiempo, el gran
privilegio de los que
son humildes.
Existe un
paralelismo entre la actitud de quienes, encerrados en su
propia inteligencia, no saben descubrir los secretos del
misterio de Dios y
la existencia "en la carne" de que habla S. Pablo,
que rechaza la acción del
Espíritu Santo. El Cristiano está llamado a dejar vivificar
toda su
existencia por el soplo del Espíritu Santo y a poner toda su
conducta bajo
ese influjo.
Esa docilidad
coincide exactamente con la sencillez evangélica de los
pequeños, que se fían de Dios más que de las propias fuerzas
y que quieren
compartir la suerte de Jesús.
Todo ello supone en nosotros un esfuerzo para dejarnos
desarmar de nuestras
categoría exclusivamente humanas y de nuestros modos de
pensar para entrar
en esa sumisión al Espíritu Santo que llevará nuestro
corazón a ser cada vez
más semejante al de Jesús.
TEODORO
BERZAL.hsf
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