sábado, 2 de septiembre de 2017

Ciclo A - TO - domingo XXII

3 de septiembre de 2017 - XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

"Tu idea no es la de Dios"

-Jer 20,7-9
-Sal 62
-Rom 12,1-2
-Mt 16,21-27

Mateo 16,21-27

   Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y
padecer allí mucho por parte de los senadores, sumos sacerdotes y letrados
y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.  Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo:
   -¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
   Jesús se volvió y dijo a Pedro:
   -¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los
hombres, no como Dios!
   Entonces dijo a los discípulos:
   -El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la
pierda por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo
entero, si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo
del hombre vendrá entre los ángeles, con la gloria del Padre, y entonces
pagará a cada uno según su conducta.
                      
Comentario

   El pasaje que leemos este domingo representa un cambio de tono en el
evangelio de Mateo. Completa el del domingo precedente y al mismo tiempo
ofrece algunos contrastes con él. Presenta también dos partes bien
diferenciadas: el primer anuncio de la pasión y la reacción de Pedro ante tal
anuncio, al que sigue una enseñanza de Jesús sobre el significado del
seguimiento.
   Jesús anuncia en breve síntesis lo que ser  su destino. El pasaje de
Jeremías que la liturgia nos presenta en la 1ª. lectura preanuncia los
sufrimientos del Mesías y confirma la mentalidad bíblica según la cual la
muerte del justo es muchas veces violenta. Y Jesús presenta ese desenlace
como una necesidad para sí mismo. Notemos que lo hace hablando sólo a sus
discípulos.
   En las palabras de Jesús hay que ver una prolongación de lo que Pedro
había dicho poco antes sobre su identidad. Se revela así la profundidad del
misterio de Cristo, Hijo de Dios y hombre que sufrirá, morirá y resucitará.
   La reacción de Pedro, que también en este caso parece representar la
postura de los otros discípulos, es fuerte. No puede aceptar que el Mesías
sea sometido a tal humillación. Aunque resulta difícil comprender todo el
alcance de su respuesta expresada en forma de invocación, parece que podría
interpretarse así: el sufrimiento es consecuencia de una culpa; invoca, pues,
a Dios para que Jesús sea liberado de él.
   La respuesta de Jesús no es menos fuerte. El rechazo de la actitud que
suponen las palabras de Pedro, se produce no sólo porque es incoherente con
el plan de Dios sino porque constituye una tentación que proviene de Satanás.
Jesús recuerda así las que sufrió en el desierto al comienzo de su
ministerio.
   Inmediatamente después figura en el evangelio la enseñanza sobre el
discipulado. Inculca la asunción del misterio de la cruz no sólo en la vida
del Maestro, sino también en la de sus seguidores. Esa enseñanza se articula
en cuatro expresiones que podemos considerar con algún detenimiento.
   "El que quiera venirse conmigo". Quien asume libremente el seguimiento de
Jesús, sabe, después de conocer el destino de su Maestro, que su vida tendrá 
el mismo desenlace. Se trata de una necesidad inherente al hecho de compartir
las misma opciones. Ello supone los tres pasos fundamentales que se enuncian
después.
   "Negarse a sí mismo", que significa salir de uno mismo, del propio modo
de pensar y de proyectar la vida para acoger el plan de Dios y el programa
del evangelio.
   "Cargar con la propia cruz", es decir, ser capaz de asumir en la propia
vida como lo hizo Jesús, el sufrimiento y las situaciones humillantes para
cumplir la propia misión.
   "Seguir a Jesús", que significa entrar en comunión vital con Él y
compartir su suerte en esta vida, pero también la resurrección.
   Son éstos los aspectos esenciales de toda vida cristiana.

Pedro, José y María
  
   En pocos renglones se pasa en el evangelio de Mateo de un gran elogio a
Pedro ("Dichoso tú Simón, hijo de Jonás") al más duro rechazo ("Quítate de
mi vista, Satanás"). A la brillante confesión de fe siguió, en efecto, la
mayor incomprensión. Pedro acogió con alegría y entusiasmo el aspecto del
misterio de Cristo referido a su relación con el Padre y a su misión
salvadora ("Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo"), pero su fe vaciló
cuando el mismo Jesús anunció los sufrimientos y el tipo de muerte que le
esperaba.
   Desde esa perspectiva veamos ahora cómo fue la fe de María y de José. A
ellos se les reveló también al principio la identidad del hijo que iba a
nacer: "Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el
trono de David su antepasado" (Lc 1,32). "La criatura que lleva en su seno
viene del Espíritu Santo" (Mt 1,20). María y José acogieron con fe esta
revelación que tampoco venía "de la carne ni de la sangre". María respondió
generosamente al anuncio y José hizo lo que el Ángel le decía. La fe de María
fue elogiada por Isabel y lo mismo hubiera podido decirse de José: Dichosos
vosotros porque habéis creído.
   Pero también a ellos no tardando mucho les tocó oír la segunda parte de
la revelación referente al camino que Dios había elegido para salvar al
mundo. También ellos recibieron, aunque de forma velada, el anuncio de los
padecimientos del Mesías. Pronto supieron que la vida del niño que les había
nacido no sería un paseo triunfal sobre esta tierra. También en su caso el
anuncio del momento doloroso llegó de improviso y a poca distancia de la
exaltación. Después de la presentación en el templo del niño Jesús para el
rito de la circuncisión, dice el evangelio de Lucas: "Su padre y su madre
estaban admirados de los que se decía del niño. Simeón los bendijo, y dijo
a María, su Madre: Mira Éste está puesto para que todos en Israel caigan o
se levanten; será una bandera discutida, mientras que a ti una espada te
traspasará el corazón, así quedará patente lo que todos piensan" (2,33-36).
Palabras misteriosas, pero sin duda cargadas de un significado claro que
diseña un horizonte de sufrimiento futuro. Lo mismo que las que Jesús pronun-
ció ante sus apóstoles sobre su pasión y su muerte.
   Nosotros no conocemos lo que pasó en el alma de María y de José en esos
momentos, como conocemos la reacción de Pedro. Lo que sí sabemos es que, a
diferencia de lo que hizo Pedro, no intentaron oponerse al designio divino,
sino que dejaron que las cosas siguieran por el camino que Dios había
trazado.
   Y el relato de Lucas continúa: "Cuando cumplieron todo lo que prescribía
la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret" (2,39).

   Señor Jesús, te bendecimos
   por la fuerza y la determinación
   con que has asumido el camino de la cruz.
   Danos tu Espíritu Santo,
   que renueve nuestra mentalidad
   demasiado mundana y demasiado sometida
   a criterios que no son los del evangelio.
   Enséñanos a dar el paso generoso
   de entregar nuestra propia vida
   para ganarla en el Reino,
   de modo que nuestro peregrinar por la tierra
   sea un camino hacia la luz de la resurrección.

El signo de la cruz

   La vida del cristiano está marcada desde el bautismo por el signo de la
cruz. A ese signo, repetido tantas veces en la liturgia y fuera de ella,
debería corresponder la actitud profunda de adhesión a Cristo muerto y
resucitado.
   El primer paso para vivir esa actitud, lo sabemos bien, consiste en creer
en Cristo, aceptando la contradicción que para una lógica puramente humana
puede tener el hecho de que la vida y la liberación puedan venir de la
entrega y el sacrificio. La respuesta tajante de Jesús a Pedro muestra que
se trata de un paso decisivo en el que no puede haber componendas.
   Viene luego como consecuencia inmediata la "necesidad", también para
nosotros, de cargar con nuestra cruz. Aquí es importante la recomendación de
S. Pablo (2ª. lectura) de no amoldarnos a la mentalidad del mundo, sino de
adoptar esa postura paradójica que supone el tomar voluntariamente la propia
carga de sufrimiento, que llamamos cruz. A los ojos mundanos puede parecer
una insensatez. "De hecho el mensaje de la cruz para los que se pierden
resulta una locura; para los que se salvan, para nosotros, es un portento de
Dios" (1Co 1,18).
   Entre la vía de la liberación del sufrimiento predicada por las
religiones orientales y la búsqueda morbosa de todo lo que contraría a la
naturaleza, está el camino cristiano de aceptación serena de las
contrariedades propias de nuestra vida y de nuestro mundo, que comprende
también "la entrega generosa de la propia vida como sacrificio vivo,
consagrado, agradable a Dios" (2ª. lectura), al servicio del prójimo.
   Lo importante es saber cargar con la propia cruz para seguir a Jesús. Es
decir, no podemos entender en primer lugar nuestra cruz como sufrimiento,
sino que el deseo de compartir el mismo destino de Jesús, nos lleva a cargar
con la cruz. Sabemos, en efecto, ya de entrada, que seguirlo comportará
momentos de fracaso y de decepción, de pobreza y humillación, de dolor, de
soledad y de muerte. Jesús asumió a sabiendas ese camino fiándose totalmente
del Padre. El triunfo maravilloso del Espíritu Santo sobre las ruinas del
Calvario en el día de la resurrección es nuestra garantía de que ese camino
conduce a la vida.
TEODORO BERZAL.hsf


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