sábado, 23 de septiembre de 2017

Ciclo A - TO - Domingo XXVI

1 de octubre de 2017 - XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

                           "Se arrepintió y fue"

-Ez 18,25-28
-Sal 24
-Fil 2,1-11
-Mt 21,28-32

Mateo 21,28-32

   Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
   -¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le
dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". El contestó: "No quiero". Pero
después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le
contestó: "Voy, señor". Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el
padre?
   Contestaron:
   -El primero.
   Jesús les dijo:
   -Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera
en el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el
camino de la justicia y no le creísteis; en cambio los publicanos y las
prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepen-
tisteis ni le creísteis.

Comentario

   La parábola de los dos hijos que leemos en el evangelio de hoy sigue a la
controversia de Jesús sobre su autoridad con los responsables religiosos del
pueblo judío. Es una parábola propia de Mateo y, situada después de la
entrada mesiánica en Jerusalén y la purificación del templo, tiene una
función de ruptura con las autoridades judías. La respuesta de Jesús a
quienes le preguntaban ¿con qué autoridad cumplía aquellos gestos? comprende
en el evangelio dos partes: la parábola y su explicación.
   La parábola se abre con una pregunta retórica (¿Qué os parece?) que
sirve para relacionarla con el párrafo anterior y al mismo tiempo para
implicar a los oyentes en la explicación.
   El fuerte contraste entre el comportamiento de los dos hijos, reducido en
el relato evangélico a los rasgos esenciales, refleja de forma esquemática
los dos grupos principales de quienes hasta entonces habían escuchado a Jesús
y lo habían seguido y, desde una perspectiva más amplia, los dos componentes
fundamentales de la sociedad judía de su tiempo.
   Viene en primer lugar el hijo que da una respuesta negativa, pero después
se arrepiente, se convierte, dice literalmente el texto. En el polo opuesto
está el otro hijo que llama al padre "señor", tratándole con la debida
reverencia y respeto, considerándolo digno de ser escuchado y a quien se debe
responder con educación. Pero después, en la práctica, no existe concordancia
entre lo que se dice y lo que se hace.
   Ante el padre de la parábola, que representa a Dios, última garantía de
verdad, en el primer hijo están representados quienes no tienen en cuenta las
prescripciones de la ley de Moisés y pertenecen, en un primer momento, a la
categoría de los "pecadores". En el segundo hijo están representados los
observantes de la ley, los que son fieles a las prescripciones de la
religión, los justos. El punto clave está, sin embargo, en el hecho de que,
ante el anuncio del Reino efectuado primero por Juan y luego por Jesús,
fueron los primeros los que se convirtieron y no los segundos.
   A través de la parábola y su explicación evangélica se desplaza así el
problema desde la legitimidad y autenticidad del mensajero (autoridad de Juan
o de Jesús) hacia la acogida efectiva que se da a su mensaje. O si se quiere,
más en general, teniendo también en cuenta lo que se dice en la 1ª. lectura,
la cuestión de fondo es dar una respuesta personal y responsable a Dios, que
nos interpela y nos pide recapacitar y convertirnos a su voluntad para vivir
verdaderamente.

Obediencia de la fe

   La parábola evangélica pone de manifiesto una de las dimensiones
esenciales del misterio de Nazaret, que podemos sintetizar con la expresión:
obediencia de la fe. Fue ese, en efecto el camino que María y José siguieron.
   Muchos judíos contemporáneos suyos, y en particular los fariseos,
esperaban que la venida del Mesías supondría una confirmación de la situación
existente. Es decir, de un lado, ellos, los justos, el pueblo elegido, el
hijo que había dicho sí a su Señor... Del otro, los pecadores, los paganos,
los demás pueblos, que hasta entonces habían dado a Dios una respuesta
negativa. Pero la venida del Mesías rompió totalmente ese esquema, y María
y José, como todos los auténticamente creyentes, lo habían entendido así
desde el principio.
   Ellos comprendieron que de poco sirve ser de la casa de David, ser hijos
de Abrahán o apelar a los privilegios del pasado. Lo importante es la actitud
personal ante Dios. En realidad Este puede sacar hijos de Abrahán incluso de
las piedras, es decir, de los pecadores más insensibles. Lo que cuenta es,
en el momento definitivo, cuando se escucha la llamada de la fe, dar un sí
a Dios sin condiciones.
   Pero el mensaje evangélico ilumina hoy sobre todo la importancia que
tiene la respuesta concreta, la que se da con la vida y no tanto con las
palabras. Entramos así de lleno en el tema de la obediencia de la fe que
tanto brilla en Nazaret.
   Más allá del contraste entre el decir y el hacer, está el que se produce
entre la incredulidad y la fe. La obediencia de la fe traduce esa armonía
profunda entre la aceptación de lo que Dios propone y las transformación de
la propia vida hasta hacerla coincidir con su voluntad.
   Por una parte la obediencia no es posible si antes la fe no descubre en
qué consiste la llamada de Dios, que se manifiesta normalmente a través de
sus mensajeros; por eso la fe debe preceder a la obediencia. Por otra parte,
la fe que no acaba en el cumplimiento de la voluntad de Dios con actos
concretos, es vana, pura ilusión. De algún modo el actuar del creyente es
interpretación de su fe.
   Y eso fue en realidad la existencia de la Sagrada Familia en Nazaret: una
traducción coherente durante largos años del sí dado a Dios al comienzo.
Jesús, María y José mantuvieron siempre la actitud profunda de humildad que
los llevó a vivir como una familia cualquiera, pasando por una de tantas. Ese
es el camino que más tarde llevó a Jesús a la humillación de la cruz y al
triunfo de la resurrección.

   Padre, te bendecimos porque tú conoces lo más íntimo
   de nuestro corazón,
   y porque nos has dado la libertad
   de responder a lo que nos mandas.
   Tú ofreces a todos la salvación
   y a todos pides el paso necesario de la conversión
   para entrar en el Reino.
   Danos el Espíritu Santo
   que cree en nosotros esa armonía profunda
   entre lo que te decimos en la oración
   y lo que hacemos en nuestra vida.
   Enséñanos el camino de la verdad y de la humildad
   que siguió Jesús.

Hágase tu voluntad

   Las lecturas de hoy tienen un sentido mirando no sólo al momento inicial
del anuncio del Reino, que se traduce en la aceptación de la salvación y la
consiguiente conversión. Si las meditamos bien, se refieren también al
momento actual de nuestra vida de cada día. Hay en ellas efectivamente una
llamada a buscar cuáles son las motivaciones profundas y auténticas de
nuestro obrar, a ser coherentes con lo que decimos creer.
   En la vida cristiana, para que se dé un crecimiento constante y sano, la
primera condición es la constante búsqueda de claridad, de autenticidad. La
erradicación de la hipocresía es una labor de toda la vida. Si no estamos
atentos, constantemente tienden a colársenos motivaciones falsas en lo que
hacemos, podemos aparentar estar diciendo sí a Dios cuando en realidad
estamos tratando de realizar nuestra voluntad o los deseos de otros.
   Para eliminar esa falsedad interior, que vicia la raíz de toda vida
cristiana, se necesita una atención constante sobre el propio obrar y sobre
las motivaciones que nos llevan a la acción. "Quien obra la verdad viene a
la luz" (Jn 3,21).
   La principal preocupación del cristiano pasa a ser en este campo un
esfuerzo de discernimiento de la voluntad de Dios: presentarnos ante el Padre
para que nos mande a su viña. Y esto de manera constante y sistemática,
tratando de adherirnos a lo que creemos ser su voluntad. Esto comporta una
apertura de todo nuestro ser en la oración, pero también el deseo de
interpretar los signos y de descubrir en las mediaciones concretas que se nos
van presentando cada día, ese rostro personal y vivo del Padre que envía. En
eso consiste la rectitud del corazón, la claridad interior, imprescindible
para todo progreso espiritual.
   Existirá siempre una distancia entre lo que descubrimos ser la voluntad
de Dios y lo que hacemos. Lo importante es mantenernos siempre en esa actitud
de atención a su palabra y de prontitud en el cumplimiento de lo que nos
pide, convencidos como debemos estar que en la voluntad de Dios está  nuestro
bien, nuestra salvación y la del mundo.

TEODORO BERZAL.hsf

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