1 de octubre de 2017 - XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Se arrepintió y fue"
-Ez 18,25-28
-Sal 24
-Fil 2,1-11
-Mt 21,28-32
Mateo 21,28-32
Dijo Jesús a los
sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
-¿Qué os parece? Un
hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le
dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". El
contestó: "No quiero". Pero
después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo
lo mismo. El le
contestó: "Voy, señor". Pero no fue. ¿Quién de los
dos hizo lo que quería el
padre?
Contestaron:
-El primero.
Jesús les dijo:
-Os aseguro que los
publicanos y las prostitutas os llevan la delantera
en el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros
enseñándoos el
camino de la justicia y no le creísteis; en cambio los
publicanos y las
prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto,
vosotros no os arrepen-
tisteis ni le creísteis.
Comentario
La parábola de los
dos hijos que leemos en el evangelio de hoy sigue a la
controversia de Jesús sobre su autoridad con los
responsables religiosos del
pueblo judío. Es una parábola propia de Mateo y, situada
después de la
entrada mesiánica en Jerusalén y la purificación del templo,
tiene una
función de ruptura con las autoridades judías. La respuesta
de Jesús a
quienes le preguntaban ¿con qué autoridad cumplía aquellos
gestos? comprende
en el evangelio dos partes: la parábola y su explicación.
La parábola se abre
con una pregunta retórica (¿Qué os parece?) que
sirve para relacionarla con el párrafo anterior y al mismo
tiempo para
implicar a los oyentes en la explicación.
El fuerte contraste
entre el comportamiento de los dos hijos, reducido en
el relato evangélico a los rasgos esenciales, refleja de
forma esquemática
los dos grupos principales de quienes hasta entonces habían
escuchado a Jesús
y lo habían seguido y, desde una perspectiva más amplia, los
dos componentes
fundamentales de la sociedad judía de su tiempo.
Viene en primer
lugar el hijo que da una respuesta negativa, pero después
se arrepiente, se convierte, dice literalmente el texto. En
el polo opuesto
está el otro hijo que llama al padre "señor",
tratándole con la debida
reverencia y respeto, considerándolo digno de ser escuchado
y a quien se debe
responder con educación. Pero después, en la práctica, no
existe concordancia
entre lo que se dice y lo que se hace.
Ante el padre de la
parábola, que representa a Dios, última garantía de
verdad, en el primer hijo están representados quienes no
tienen en cuenta las
prescripciones de la ley de Moisés y pertenecen, en un
primer momento, a la
categoría de los "pecadores". En el segundo hijo
están representados los
observantes de la ley, los que son fieles a las
prescripciones de la
religión, los justos. El punto clave está, sin embargo, en
el hecho de que,
ante el anuncio del Reino efectuado primero por Juan y luego
por Jesús,
fueron los primeros los que se convirtieron y no los
segundos.
A través de la
parábola y su explicación evangélica se desplaza así el
problema desde la legitimidad y autenticidad del mensajero
(autoridad de Juan
o de Jesús) hacia la acogida efectiva que se da a su
mensaje. O si se quiere,
más en general, teniendo también en cuenta lo que se dice en
la 1ª. lectura,
la cuestión de fondo es dar una respuesta personal y
responsable a Dios, que
nos interpela y nos pide recapacitar y convertirnos a su
voluntad para vivir
verdaderamente.
Obediencia de la fe
La parábola
evangélica pone de manifiesto una de las dimensiones
esenciales del misterio de Nazaret, que podemos sintetizar
con la expresión:
obediencia de la fe. Fue ese, en efecto el camino que María
y José siguieron.
Muchos judíos
contemporáneos suyos, y en particular los fariseos,
esperaban que la venida del Mesías supondría una
confirmación de la situación
existente. Es decir, de un lado, ellos, los justos, el
pueblo elegido, el
hijo que había dicho sí a su Señor... Del otro, los
pecadores, los paganos,
los demás pueblos, que hasta entonces habían dado a Dios una
respuesta
negativa. Pero la venida del Mesías rompió totalmente ese
esquema, y María
y José, como todos los auténticamente creyentes, lo habían
entendido así
desde el principio.
Ellos comprendieron
que de poco sirve ser de la casa de David, ser hijos
de Abrahán o apelar a los privilegios del pasado. Lo
importante es la actitud
personal ante Dios. En realidad Este puede sacar hijos de
Abrahán incluso de
las piedras, es decir, de los pecadores más insensibles. Lo
que cuenta es,
en el momento definitivo, cuando se escucha la llamada de la
fe, dar un sí
a Dios sin condiciones.
Pero el mensaje
evangélico ilumina hoy sobre todo la importancia que
tiene la respuesta concreta, la que se da con la vida y no
tanto con las
palabras. Entramos así de lleno en el tema de la obediencia
de la fe que
tanto brilla en Nazaret.
Más allá del
contraste entre el decir y el hacer, está el que se produce
entre la incredulidad y la fe. La obediencia de la fe
traduce esa armonía
profunda entre la aceptación de lo que Dios propone y las
transformación de
la propia vida hasta hacerla coincidir con su voluntad.
Por una parte la
obediencia no es posible si antes la fe no descubre en
qué consiste la llamada de Dios, que se manifiesta
normalmente a través de
sus mensajeros; por eso la fe debe preceder a la obediencia.
Por otra parte,
la fe que no acaba en el cumplimiento de la voluntad de Dios
con actos
concretos, es vana, pura ilusión. De algún modo el actuar
del creyente es
interpretación de su fe.
Y eso fue en
realidad la existencia de la Sagrada Familia en Nazaret: una
traducción coherente durante largos años del sí dado a Dios
al comienzo.
Jesús, María y José mantuvieron siempre la actitud profunda
de humildad que
los llevó a vivir como una familia cualquiera, pasando por
una de tantas. Ese
es el camino que más tarde llevó a Jesús a la humillación de
la cruz y al
triunfo de la resurrección.
Padre, te bendecimos
porque tú conoces lo más íntimo
de nuestro corazón,
y porque nos has dado
la libertad
de responder a lo que
nos mandas.
Tú ofreces a todos la
salvación
y a todos pides el paso
necesario de la conversión
para entrar en el
Reino.
Danos el Espíritu Santo
que cree en nosotros
esa armonía profunda
entre lo que te decimos
en la oración
y lo que hacemos en
nuestra vida.
Enséñanos el camino de la verdad y de la
humildad
que siguió Jesús.
Hágase tu voluntad
Las lecturas de hoy
tienen un sentido mirando no sólo al momento inicial
del anuncio del Reino, que se traduce en la aceptación de la
salvación y la
consiguiente conversión. Si las meditamos bien, se refieren
también al
momento actual de nuestra vida de cada día. Hay en ellas
efectivamente una
llamada a buscar cuáles son las motivaciones profundas y
auténticas de
nuestro obrar, a ser coherentes con lo que decimos creer.
En la vida
cristiana, para que se dé un crecimiento constante y sano, la
primera condición es la constante búsqueda de claridad, de
autenticidad. La
erradicación de la hipocresía es una labor de toda la vida.
Si no estamos
atentos, constantemente tienden a colársenos motivaciones
falsas en lo que
hacemos, podemos aparentar estar diciendo sí a Dios cuando
en realidad
estamos tratando de realizar nuestra voluntad o los deseos
de otros.
Para eliminar esa
falsedad interior, que vicia la raíz de toda vida
cristiana, se necesita una atención constante sobre el
propio obrar y sobre
las motivaciones que nos llevan a la acción. "Quien
obra la verdad viene a
la luz" (Jn 3,21).
La principal
preocupación del cristiano pasa a ser en este campo un
esfuerzo de discernimiento de la voluntad de Dios:
presentarnos ante el Padre
para que nos mande a su viña. Y esto de manera constante y
sistemática,
tratando de adherirnos a lo que creemos ser su voluntad.
Esto comporta una
apertura de todo nuestro ser en la oración, pero también el
deseo de
interpretar los signos y de descubrir en las mediaciones
concretas que se nos
van presentando cada día, ese rostro personal y vivo del
Padre que envía. En
eso consiste la rectitud del corazón, la claridad interior,
imprescindible
para todo progreso espiritual.
Existirá siempre
una distancia entre lo que descubrimos ser la voluntad
de Dios y lo que hacemos. Lo importante es mantenernos
siempre en esa actitud
de atención a su palabra y de prontitud en el cumplimiento
de lo que nos
pide, convencidos como debemos estar que en la voluntad de
Dios está nuestro
bien, nuestra salvación y la del mundo.
TEODORO
BERZAL.hsf
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