15 de septiembre de 2019 XXIV DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO Ciclo C
"Su padre lo vio de lejos
y se enterneció"
Lucas 15,1-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores
a escucharle. Y los fariseos y los
letrados murmuraban entre ellos: Este
acoge a los pecadores y come con
ellos..
Jesús les dijo esta parábola:
- Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las
noventa y nueve en el campo y va tras
la descarriada, hasta que la encuentra?
Y cuando la encuentra, se la carga
sobre los hombros, muy contento, y al
llegar a casa, reúne a los amigos y a
los vecinos para decirles:
¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta, que por
noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una
lámpara y barre la casa y busca con
cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando
la encuentra, reúne a las vecinas paras
decirles:
- ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.
Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por
un
solo pecador que se convierta.
También les dijo:
- Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
- Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo emigró a
un país lejano, y allí derrochó su
fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre
terrible, y empezó él a pasar
necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que le
mandó a sus campos a guardar cerdos. Le
entraban ganas de llenarse el
estómago de las algarrobas que comían
los cerdos, y nadie le daba de comer.
Recapitulando entonces se dijo:
- Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo
aquí me muero de hambre. Me pondré en
camino adonde está mi padre y le diré:
"Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti; ya no merezco llamarme hijo
tuyo; trátame como a uno de tus
jornaleros".
Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos,
su padre lo vio y se conmovió, y
echando a correr, se le echó al cuello, y
se puso besarlo.
Su hijo le dijo:
- Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme
hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
- Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo, ponedle un anillo en la
mano y sandalias en los pies; traed el
ternero cebado y matadlo; celebremos
un banquete, porque este hijo mío
estaba muerto y ha revivido; estaba
perdido, y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a casa, oyó la música y el baile, y
llamando a uno de los mozos, le
preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
- Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque
lo ha recobrado con salud.
El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba
persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
- Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden
tuya, a mí nunca me has dado un cabrito
para tener un banquete con mis
amigos, y cuando ha venido ese hijo
tuyo que se ha comido tus bienes con
malas mujeres, le matas el ternero
cebado.
El padre le dijo:
- Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías
alegrarte, porque este hermano tuyo
estaba muerto y ha revivido, estaba
perdido, y lo hemos encontrado.
Comentario
El tema de la misericordia de Dios encuentra su punto culminante en el
cap. 15 del evangelio de S. Lucas, que
leemos hoy. Se compone este capítulo
de una pequeña introducción y de tres
parábolas.
La introducción alude a la costumbre de Jesús de "acoger a
pecadores
y descreídos" que "solían
acercarse en masa" y a la crítica que los fariseos
y los letrados hacen de tal conducta.
Podemos decir que las tres parábolas son el mejor comentario a este
modo de proceder de Jesús, en quien
"nos ha visitado la entrañable mise-
ricordia de nuestro Dios" Lc 1,78.
Las parábolas de la oveja y de la moneda perdidas, ponen de
manifiesto el amor de Dios hacia el
pecador y su alegría por la conversión
de quien está perdido. Amor de Dios que
es activo, inquieto, ansioso, que no
espera sino que busca y va al encuentro;
alegría que desborda sobre los
demás.
En la tercera parábola destaca la figura del padre. Es la parábola del
padre.
El padre de la parábola, que es la imagen más perfecta de Dios, respeta
la libertad de sus hijos, actúa siempre
movido por el amor a sus hijos. Al
menor, lo espera, va a su encuentro, lo
abraza y lo besa, lo perdona, no se
detiene a escuchar sus excusas, lo
trata como a un huésped de honor, lo
devuelve a su dignidad de hijo. Al hijo
mayor, lo llama también hijo, aunque
éste nunca lo llame padre y se
considere ofendido por los honores tributados
a su hermano.
También en esta parábola se destaca la alegría como elemento carac-
terizador de la personalidad del padre:
"Había que hacer fiesta, alegrarse"
Nazaret
Nazaret está también presente en este capítulo del evangelio. Cabe
suponer que la atenta observación de
Jesús durante su vida en Nazaret
proporcionó los elementos necesarios
para construir estas parábolas. Allí
vería muchas veces el comportamiento de
los pastores, de las amas de casa,
de los padres de familia...
Pero Nazaret está presente sobre todo en el centro del mensaje que
transmiten estas parábolas: Dios ha
salido al encuentro del hombre pecador
en Cristo Jesús.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente
visible Dios en su misericordia, esto
es, se pone de relieve el atributo de
la divinidad que ya el Antiguo
Testamento, sirviéndose de diversos conceptos
y términos, definió como "misericordia"
(hesed). Cristo confiere un
significado definitivo a toda la
tradición veterotestamentaria de la mise-
ricordia divina. No sólo habla de ella
usando semejanzas y parábolas, sino
que además Él mismo la encarna y
personifica. El mismo es, en cierto sentido,
la misericordia. A quien la ve y la
encuentra en Él, Dios se hace
concretamente "visible" como
Padre "rico de misericordia" (Ef 2,4. Juan Pablo
II, Encíclica "Dives in
misericordia" Nº 2).
Así lo entendieron también María y José. María en el Magnificat alaba
al Señor porque "su misericordia
llega a sus fieles de generación en
generación" (Lc 1,50) y porque
"se ha recordado de la misericordia en favor
de Abrahán y su descendencia por
siempre" Lc 1,54. Precisamente su maternidad
dio cumplimiento a todas las promesas y
mostró de forma definitiva la
fidelidad del Señor.
Vivir la misericordia
Vivir la misericordia significa ante todo proclamar y cantar la
misericordia de Dios, como hizo María.
Es aceptar que la fuente de la
misericordia está en Él y que, antes de
ser una realidad de la que nos
beneficiamos, es la característica que
mejor lo cualifica a Él. Es un modo
de ser de Dios, del que estamos
contentos y orgullosos nosotros sus hijos.
Vivir la misericordia es acoger al Dios que nos busca, admitir que no
somos inocentes y que tenemos siempre
necesidad del perdón que viene de Él.
Siempre debemos estar dispuestos a dar
testimonio de la misericordia de Dios
y a presentarnos como perdonados, no avergonzándonos
de tener que recurrir
siempre a Él.
Vivir la misericordia es "ser misericordiosos como nuestro Padre es
misericordioso" Lc 6,36. La
misericordia debe ser don de Dios operante en
nosotros. Con la gracia del perdón
hemos de pedir siempre la gracia de ser
perdonadores y "dar gratuitamente
lo que gratuitamente hemos recibido" Mt
10,8.
La misericordia es piedra fundamental en la construcción de la comu-
nidad cristiana y en las relaciones
entre personas y grupos. No anula la
justicia, sino que la hace más profunda
y más humana.
Vivir la misericordia "perdonándonos unos a otros como el Señor nos
ha
perdonado" (Col 3,13), es vivir
una de las dimensiones más caracterizantes
del amor cristiano, que "disculpa
siempre" (ICo 13,7), y situarse en el
corazón mismo del evangelio que
proclama la buena nueva del amor de Dios y
bienaventurados a los misericordiosos.
(Mt 5,7).
TEODORO BERZAL hsf
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