31 de mayo de 2020 - DOMINGO DE
PENTECOSTES – Ciclo A
"Se llenaron todos de Espíritu Santo"
Hechos 2,1-11
Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un
ruido del cielo, como un viento recio,
resonó en toda la casa donde ese
encontraban. Vieron aparecer unas
lenguas, como llamarada, que se repartían,
posándose encima de cada uno. Se
llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas
extranjeras, cada uno en la lengua que el
Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las
naciones
de la tierra. Al oír el ruido,
acudieron en masa y quedaron desconcertados,
porque cada uno los oía hablar en su
propio idioma. Enormemente sorprendidos
preguntaban:
-¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que
cada uno los oímos hablar en nuestra
lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopo-
tamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y
en Asia, en Frigia o en Panfilia, en
Egipto o en la zona de Libia que limita
con Cirene; algunos somos forasteros
de Roma, otros judíos o prosélitos;
también hay cretenses y árabes; y cada
uno los oímos hablar de las maravillas
de Dios en nuestra propia lengua.
I Corintios 12,3b-7.
12-13
Hermanos: Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es bajo la
acción del
Espíritu Santo.
Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
servicios, pero un mismo Señor; y hay
diversidad de funciones, pero un mismo
Dios que obra todo en todos. En cada
uno se manifiesta el Espíritu para el
bien común.
Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos
los miembros del cuerpo, a pesar de ser
muchos, son un solo cuerpo, así es
también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bauti-
zados en un mismo Espíritu, para formar
un solo cuerpo. Y todos hemos bebido
de un sólo Espíritu.
Juan 20,19-23
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas
cerradas por miedo a los judíos. En
esto entró Jesús, se puso en medio y
les dijo:
-Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús
repitió:
-Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto exhaló el aliento sobre ellos y les dijo:
-Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos.
Comentario
En la solemnidad de Pentecostés las lecturas de la misa están orientadas
a presentarnos la persona y la acción
del Espíritu Santo en la Iglesia y en
el mundo.
Para el evangelista Juan hay un primer Pentecostés el día mismo de la
resurrección de Jesús. Según S. Lucas,
Jesús promete el Espíritu Santo la
tarde de la Pascua (24,40), pero sólo
cuarenta días más tarde se cumple la
promesa.
Como en el II domingo de Pascua hemos leído el mismo evangelio que hoy,
centraremos más nuestra atención en el
relato del acontecimiento de
Pentecostés que nos ofrece la 1ª.
lectura.
Para los israelitas Pentecostés fue al principio una fiesta agrícola
unida a la recogida de las primeras
mieses. Luego se le añadió el significado
de conmemorar la donación de la ley en
el Sinaí y recibió el nombre de fiesta
de las semanas después del año 70 de la
era cristiana. La coincidencia de la
efusión del Espíritu Santo con esa
fiesta subraya la dimensión histórica del
acontecimiento, su inserción en la
historia de los hombres.
La parte de la narración que leemos en la liturgia tiene dos núcleos
fundamentales. Ambos subrayan la acción
del Espíritu Santo como en dos
círculos concéntricos. En el primero
podemos considerar lo que hace el
Espíritu Santo en el cenáculo, donde
están reunidos los discípulos de Jesús;
en el segundo lo que hace fuera, donde
está la multitud, representante de
todos los pueblos de la tierra.
El narrador subraya que en el cenáculo estaban todos los discípulos de
Jesús. Esa unidad material de la
presencia parece ya sugerir la otra unidad
más profunda creada por el Espíritu.
Este irrumpe de forma incontrolable,
fuerte, improvisa, para significar que
se trata de un don que viene de lo
alto y que mantiene su total libertad.
Su acción transformadora en el
interior de las personas se manifiesta
exteriormente con el signo del fuego
y con la capacidad de comunicar y de
alabar a Dios ("empezaron a hablar
lenguas extranjeras").
Pero también fuera del cenáculo hay una acción del Espíritu Santo. En
contraste con la confusión, fruto del
pecado, que se produce en Babel (Gen
11,1-9), el Espíritu Santo escribe ese
nuevo código de comunicación que
permite a los hombres entenderse y
reconstruir su unidad perdida.
La explosión del Espíritu, que inaugura la misión de la Iglesia, se
produce cuando ambos círculos se
encuentran, cuando los apóstoles abandonan
el cenáculo y hablan de las maravillas
de Dios a la multitud. En contraste
con los habitantes de Babel, que
pretendían no separarse nunca ("para
hacernos famosos y no tener que
dispersarnos por la superficie de la tierra",
Gen 9,4), los apóstoles son enviados a
"todas las naciones de la tierra", La
acción del Espíritu consiste en que
cada uno los entiende en su propia
lengua. Se construye así la comunidad
basada en la comunión, que cuenta con
la diversidad de cada persona y de cada
pueblo.
Una familia
Proyectada desde siempre por el amor infinito del Padre, realizada por
el
Hijo con su venida entre los hombres,
la Sagrada Familia es también desde el
principio la obra del Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el gran protagonista de los primeros momentos de la
vida de Jesús, tal y como nos los narra
sobre todo el evangelista Lucas.
En el relato de la infancia de Cristo se dice de tres personajes que
estaban llenos del Espíritu Santo: Juan
Bautista (Lc 1,15), Isabel, su madre,
(Lc 1,41) y Zacarías, su padre, (Lc
1,67). Otros, como Simeón y Ana son
movidos interiormente por ese mismo
Espíritu (Lc 2,26-27). A José se le
anuncia que "la criatura que María
lleva en el seno es obra del Espíritu
Santo" (Mt 1,21). Y la acción del
Espíritu Santo llega a su ápice en el
momento de la encarnación del Verbo:
"El Espíritu Santo bajará sobre ti y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra" (Lc 1,35)
Como en Pentecostés, la acción divina se manifiesta con poder,
eliminando
los obstáculos y barreras que se
oponían a la fecundidad de Isabel (Lc 1,25)
o que causaban el mutismo de Zacarías,
pero, sobre todo, haciendo las
"grandes cosas" de que habla
María en el Magnificat. Aparece así evidente que
finalmente Dios, en la plenitud de los
tiempos, "ha desplegado el gran poder
de su derecha" (Lc 1,51) y que
nada es imposible para Él (Lc 1,37). El
Espíritu Santo, tanto como poder que
viene de lo alto, como moviendo a las
personas desde su interior, a veces con
evidentes manifestaciones carismá-
ticas, es el sujeto principal de todo
lo que se realiza en los albores de la
era mesiánica.
El misterio de Nazaret nos habla de esa acción profunda y duradera del
Espíritu Santo en María y José para
construir en la fe y en el amor una
familia entorno a Jesús. Y de Jesús mismo
se dice que "fue ungido con la
fuerza del Espíritu Santo" (Hech
10,38).
Fue el Espíritu Santo quien creo la célula germinal que llamamos Sagrada
Familia en su unidad primordial. Si más
tarde ese mismo Espíritu reuniría en
unidad con su poder a la gran
dispersión de los hombres para formar la
familia de los hijos de Dios, es porque
ya en los comienzos (misterio de la
encarnación) había reunido de una
dispersión aún mayor a Dios y al hombre en
la persona de Jesús. En torno a esa
unidad primera, para prepararla, para
llevarla a cumplimiento, quiso unir
también en familia a María y a José. Como
más tarde sucedería con el grupo de los
apóstoles, también de su desinte-
gración, de su envío a los demás,
nacería una familia más grande, la de los
creyentes en Jesús.
Te
bendecimos, Espíritu Santo,
que
el Hijo nos ha mandado desde el seno del Padre.
Tú
haces de la Iglesia el cuerpo de Cristo
y
el sacramento de salvación para los hombres;
Tú
que con tus dones y carismas la haces variada y múltiple,
articulada
y compacta,
para
que pueda ejercer su misión;
Tú,
que trabajas también constantemente fuera de la Iglesia
haciendo
madurar los tiempos
y
conduciéndolo todo hacia el Reino,
por
caminos que nosotros ignoramos.
Te
pedimos hoy una nueva efusión de tus dones
y
un conocimiento cada vez más claro de quién eres tú
y
de tu acción
para
poder colaborar mejor contigo.
La unidad
El Espíritu Santo se nos presenta hoy como el gran artífice y
constructor
de la unidad en la Iglesia y fuera de
ella.
El está en todos los comienzos como fuerza que da vida (comienzo de la
creación del mundo y del hombre,
comienzo de la Iglesia), asegurando esa
unidad radical sobre la que se asientan
todos los valores y desde la que
parte todo crecimiento. Por eso hemos
de ver la unidad en nuestra familia,
en nuestra comunidad, en la Iglesia en
primer lugar como un don precioso que
nos viene de Dios. Es un don gratuito
que compromete nuestra responsabilidad.
La oración de Jesús era: "Yo les
he dado a ellos la gloria que tú me diste,
la de ser uno, como lo somos nosotros,
yo unido a ellos y tú conmigo para que
queden realizados en la unidad (Jn
17,22-23).
Hemos de aprender a vivir este don precioso de la unidad en la variedad
de los dones naturales y de la gracia,
en la diversidad de los carismas en
la multiplicidad de las situaciones
culturales y de los tiempos que nos toca
vivir, si de verdad queremos construir
la comunión. Hay una dialéctica
unidad-pluralidad en la que ambos
términos se reclaman mutuamente. Tenemos
que aprender no sólo a vivirla con
serenidad y equilibrio para pasar del uno
al otro extremo, sino también a buscar
apasionadamente la unidad en la
variedad de las manifestaciones del
Espíritu. Como cristianos hemos de promo-
ver sinceramente la libertad y belleza
de esas formas diversas de encarnar,
de vivir, de servir el evangelio.
Por eso la unidad está también delante de nosotros como una esperanza y
como una tarea siempre inacabada. Sólo
cuando "Dios lo será todo en todos"
tendremos la unidad perfecta. Mientras
tanto nuestro esfuerzo por construir
la unidad en todos los ámbitos debe
dirigirse en un doble sentido:
reconciliación para reconstruir
nuestras fracturas internas (personales y
comunitarias) y, llenos del Espíritu
Santo, encuentro con todos en la
pluralidad de sus lenguajes y
situaciones para reconstruir el tejido de las
relaciones humanas e iluminar el mundo
con la luz del evangelio.
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