9
de febrero de 2014 - V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Vosotros sois la sal de la tierra,
vosotros sois la luz del mundo"
-Is 58,7-10
-Sal 111
-1Co 2,1-5
-Mt 5,13-16
Mateo
5,13-16
Dijo Jesús a sus discípulos:
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si
la sal se vuelve sosa, ¿con
qué‚
la salaréis? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede
ocultar una ciudad puesta en
lo
alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del
celemín,
sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la
casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres para
que vean vuestras buenas obras
y
den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
Comentario
Las imágenes de la sal y de la luz ayudan a
centrar de inmediato la
atención
en el núcleo del mensaje presentado por las lecturas de este domin-
go.
Los discípulos de Jesús son sal y luz en este mundo.
Como primer paso en la comprensión del evangelio,
hay que anotar que se
trata
de la continuación de las bienaventuranzas. Esa colocación sugiere ya
la
interpretación de que, en la medida en que se viven esas actitudes
características
de los seguidores de Jesús, se es la sal que da sabor y la
luz
que ilumina a los demás.
La idea que está detrás de la imagen de la
sal es la penetración profunda
en
la realidad, para transformarla. Su fuerza expresiva está en el hecho de
que
la sal es un artículo de primera necesidad, imprescindible en la vida de
los
hombres, y en su capacidad de, aun en pequeña cantidad, cambiar con su
virtud
la cualidad de la materia en que se disuelve. Esa es también la misión
a
la que están llamados los discípulos de Jesús. La imagen parece sugerir que
no
es necesaria una presencia masiva para que todo cambie, basta que la sal
mantenga
su autenticidad.
Un texto del Levítico nos ayuda quizá a
encontrar las raíces de esta
imagen.
Dice así: "Sazonaréis todas vuestras ofrendas. No dejaréis de echar
a
vuestras ofrendas la sal de la alianza de vuestro Dios. Todas las ofrecerás
sazonadas"
(2,13). Podemos así decir que quien vive las bienaventuranzas hace
posible
que el mundo entero se transforme en "ofrenda" de la alianza. Su vida
es
ese nexo de alianza que lleva a la relación entre Dios y el mundo.
Y a las ideas de la penetración en las
realidades de este mundo para
cambiarlas
se añade, con la imagen de la luz, la de la difusión del evangelio
presente
en el corazón del creyente. Aunque muy íntimo, es algo que no se
puede
ocultar, que tiende a irradiarse por sí mismo. Se trata de dejar que
viva
esa dinámica, profunda y concreta, que va de la transformación del co-
razón
al cambio de la conducta, de la fe aceptada como luz en la propia vida
a
las obras que la expresan y que son capaces de provocar en los demás un
movimiento
de apertura similar.
Esa es la "sabiduría" (2ª.
lectura) con la que somos llamados a vivir en
este
mundo. No se trata de persuadir a los otros con sublime elocuencia, sino
de
dar testimonio con la fuerza del Espíritu Santo. Para ello es necesario
admitir
que la luz que presentamos no es nuestra. Es Cristo la verdadera luz
del
mundo (Jn 8,12), testigo a su vez del Dios en quien no existen las
tinieblas
(1Jn 1,5)
Esa transparencia hará posible que los
hombres conozcan al verdadero Dios
y
le den gloria.
La luz de Nazaret
La Palabra de Dios pide a los cristianos ser
luz para el mundo. Meditando
desde
Nazaret el evangelio de hoy, podemos descubrir cómo cumplir esa misión
de
ser guía y prestar ese servicio al que somos llamados.
Nuestro modo de iluminar el mundo no puede
ser distinto del de Jesús. Él
que
es "luz de luz", se hizo hombre para salvarnos. La encarnación es,
pues,
el
modo elegido por Dios para redimir al hombre y mostrarle el camino de su
liberación.
Mediante la encarnación, el Dios invisible se
hace de algún modo visible,
palpable.
"Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y
palparon
nuestras manos...", insiste S. Juan (1Jn 1,1). Esa es la manera
elegida
por Dios para que el hombre pueda llegar a la plenitud de la verdad,
para
que pueda descubrir lo invisible a través de la visibilidad de la huma-
nidad
de Cristo. Así el hombre, siguiendo a Cristo, puede comprender la
relación
que le une con Dios y, de rechazo, entender su propia dignidad. "En
realidad
el misterio del hombre no se aclara de verdad sino en el misterio
del
verbo encarnado" (G.S. 22). Siguiendo las huellas de Jesús, el hombre,
en su condición limitada y perecedera,
puede imitar la santidad misma de Dios
y
entrar en comunión con Él.
Hay, pues, una relación profunda entra las
dos imágenes que nos presenta
el
evangelio: la sal y la luz. Contemplando la encarnación de Cristo, podemos
decir
que la luz verdadera llega al mundo cuando Él se encarna, es decir,
cuando
Él penetra en nuestro mundo y, dejando de lado su condición divina
(Flp.
2) se identifica (se disuelve, si queremos prolongar la imagen de la
sal)
totalmente en nuestra condición humana. De manera que su misión
reveladora
e iluminadora está en profunda relación con la situación
existencial
en que se coloca mediante la encarnación.
Como en otras ocasiones cabe añadir que la
larga permanencia en Nazaret,
que
permitió a Jesús la penetración capilar en nuestra condición humana,
subraya
necesariamente la dimensión encarnatoria. En Nazaret se ve
palpablemente
que era necesario ser auténticamente hombre para llevar el
mensaje
de la salvación a todos los hombres desde la misma condición en que
ellos
se encuentran. La luz alumbra a todos los de la casa cuando está en la
casa.
Pero la luz no puede mantenerse por mucho
tiempo oculta, no se ha hecho
para
eso. "La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando
al
mundo" (Jn 1,9). Por eso salió Jesús de Nazaret, desde su condición de
hombre
plenamente asumida, para ir al encuentro de todo hombre. "No se
enciende
una lámpara para meterla debajo de un celemín..."
Te bendecimos, Señor Jesús,
por llamar a tus discípulos
a ser portadores de tu luz
encarnándose en las situaciones
en que son llamados a vivir.
Queremos mantenernos siempre unidos a ti,
mediante la acción del Espíritu Santo,
para no perder
esa fuerza transformadora
capaz de dar un sentido nuevo a este mundo.
Así el Padre será glorificado.
"Vuestras buenas obras"
Las lecturas de este domingo llevan al
cristiano a tomar conciencia de su
responsabilidad
frente al mundo. El crecimiento en la identidad cristiana se
juega
precisamente en la capacidad de relación con las realidades que lo
rodean
en este mundo.
Seguir a Jesús, asumiendo las actitudes de
las bienaventuranzas, quiere
decir
ser conscientes de que el discípulo posee en sí mismo, por el don que
se
le ha hecho en el bautismo, una "sabiduría" (una sal) que da una
orienta-
ción
nueva, un significado distinto a cuanto existe en este mundo. Y el mundo
necesita
que alguien le comunique el significado auténtico de su existencia
y
de cuanto hay en él para no morir encerrado en sí mismo.
De ahí nace la responsabilidad del
cristiano. Él posee esa fe que afirma
la
realidad de un Dios del que vienen todas las cosas y hacia el que todo se
mueve.
Una persona así puede cambiar desde dentro las situaciones concretas
de
la vida y el sentido del mundo en general. "Y esa es la victoria que ha
derrotado
al mundo: nuestra fe; pues, ¿quién puede vencer al mundo sino el
que
cree que Jesús es el Hijo de Dios?" (1Jn 5,4).
Pero el evangelio de hoy llama al cristiano
no a declaraciones abstractas
de
su fe, sino a expresarla en un lenguaje significativo para la sociedad de
hoy
con la transparencia indiscutible de las buenas obras. De ahí la
continuidad
lógica con lo que propone la 1ª. lectura: "Parte tu pan con el
hambriento...
Entonces romperá tu luz como la aurora" (Is 58,8).
La exigencia de las "obras",
capaces de hacer brotar la luz, de remitir
directamente
al "Padre que está en los cielos", pide en las actuaciones con-
cretas
del discípulo de Jesús una fuerte motivación de fe y una gran autenti-
cidad
en las finalidades que se propone conseguir.
La eficacia transformadora de las acciones
del cristiano en una lógica
puramente
humana no es garantía de que llegue a dar al mundo ese "sabor" que
necesita
para que los hombres den gloria al Padre. Por eso le será necesario
no
apartarse del sentido que tiene la cruz de Cristo (2ª. lectura), pues
mediante
el sin sentido aparente de su muerte, como con el sin sentido de su
vida
en Nazaret, es cómo Dios ha redimido el mundo.
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