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de mayo de 2014 - III DOMINGO DE PASCUA - Ciclo A
"Ellos lo reconocieron"
Hechos 2,14. 22-23
El día de Pentecostés, se presentó Pedro con
los once, levantó la voz y
dirigió
la palabra:
-Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús
de Nazaret, el hombre que Dios
acreditó
ante vosotros realizando por su medio milagros, signos y prodigios
que
conocéis. Conforme al plan previsto y sancionado por Dios, os lo
entregaron,
y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero
Dios
lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la
muerte
lo retuviera bajo su dominio pues David dice:
Tengo siempre presente al Señor,
con Él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
exulta mi lengua
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción.
Me has enseñado el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia.
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza:
El patriarca David murió y
lo
enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era
profeta
y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono
a
un descendiente suyo; cuando dijo que "no lo entregaría a la muerte y que
su
carne no conocería la corrupción", hablaba previendo la resurrección del
Mesías.
Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos
testigos.
Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu
Santo
que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo
y
oyendo.
I Pedro 1,17-21
Queridos hermanos:
Si llamáis Padre al que juzga a cada uno,
según sus obras, sin parciali-
dad,
tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
Ya sabéis con qué os rescataron de ese
proceder inútil recibido de
vuestros
padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la
sangre
de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la
creación
del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien.
Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo
resucitó y le dio gloria, y
así
habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.
Lucas 24,13-35
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel
mismo día, el primero de la
semana,
a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén;
iban
comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían,
Jesús
en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no
eran
capaces de reconocerlo. El les dijo:
-¿Qué conversación es esta que tenéis
mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de
ellos que se llamaba Cleofás,
le
replicó:
-¿Eres tú el único forastero en Jerusalén,
que no sabe lo que ha pasado
allí
estos días?
El les preguntó:
-¿Qué?
Ellos le contestaron:
-Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta
poderoso en obras y en
palabras
ante Dios y todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes
y
nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros
esperábamos
que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves, hace dos
días
que sucedió todo esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo
nos
han sobresaltado, pues fueron muy de mañana al sepulcro, y no encontraron
su
cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de
ángeles,
que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron
también
al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a
Él
no lo vieron.
Entonces Jesús les dijo:
-¡Qué necios y torpes sois para entender lo
que dijeron los profetas! ¿No
era
necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?
Y comenzando por Moisés y siguiendo por los
profetas les explica lo que
se
refería a Él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, Él hizo
ademán de pasar adelante, pero
ellos
le apremiaron diciendo:
-Quédate con nosotros porque atardece y el
día va de caída.
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a
la mesa con ellos tomó el pan,
pronunció
la bendición, lo partió y se los dio. A ellos se les abrieron los
ojos
y lo reconocieron. Pero Él desapareció.
Ellos comentaron:
-¿No ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba por el camino y nos
explicaba
las Escrituras?
Y, levantándose al momento, se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron
reunidos
a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
-Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha
aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo que les había pasado por
el camino y cómo lo habían
reconocido
al partir el pan.
Comentario
La liturgia va guiando la experiencia
pascual de los creyentes a través
de
un itinerario que presenta los diversos aspectos de la resurrección de
Cristo.
En el domingo de Pascua nos presentó el acontecimiento de la
resurrección,
en el segundo domingo la identidad del resucitado con el
crucificado
del Gólgota y en este tercer domingo nos presenta el camino de
la
fe de los discípulos, que se realiza a través de la comprensión de las
Escrituras
y el signo de la eucaristía.
En el arco de la jornada en que se produce
la resurrección de Cristo,
Lucas
(y él sólo) inserta la narración de los discípulos que van a Emaús. Se
trata
de un episodio secundario que el carga de un gran significado humano,
espiritual
y teológico.
Dos amigos se vuelven a casa tristes y
desilusionados. A través de su
conversación,
primero entre ellos y después con el desconocido que se les
acerca,
conocemos la causa de su estado de ánimo: "Nosotros esperábamos que
Él
fuera el liberador de Israel... " Y se extrañan de que haya alguien que
no
conozca lo ocurrido.
Se diría que el evangelista quiere subrayar
la dificultad del camino de
la
fe. Los testimonios de la resurrección de Jesús para los dos que van a
Emaús
no significan nada. Son banalizadas las palabras de las mujeres, las
apariciones
de los ángeles, la comprobación de que la tumba estaba vacía...
El Señor resucitado se acerca a ellos y les
explica las Escrituras.
Seguramente
ellos habían leído o escuchado lo que dicen las Escrituras muchas
otras
veces, pero no habían penetrado su significado; sobre todo no habían
entendido
que ellas "den testimonio" de Jesús (Jn 5,39). Con las palabras del
Maestro
algo empieza a cambiar en su interior ("nuestro corazón ardía", dirán
después)
pero los ojos de su fe permanecen aún cerrados.
Con gran sabiduría el evangelista muestra
que la Escritura introduce en
el
conocimiento del misterio del Señor, pero falta el paso decisivo de la fe
que
sólo se cumple ante el signo del pan.
Los ojos de los discípulos sólo se abren
cuando, a través de los gestos
de
Jesús, repetidos otras veces seguramente en su presencia, entran en la
gracia
del sacramento y lo reconocen vivo junto a ellos. Pero en ese mismo
momento
Jesús resucitado desaparece de su vista. La experiencia de Cleofás
y
su amigo (anónimo para que cada cual pueda identificarse con él) es
paradigmática
de todo creyente.
Dejando de lado las apariciones, el creyente
está llamado a buscar a
Cristo
en la Escritura y a reconocerlo vivo y presente en los signos de su
presencia
que son en primer lugar los sacramentos de la Iglesia.
"Al partir el pan"
El relato del encuentro de Cristo resucitado
con los dos que iban camino
de
Emaús tiene un gran valor sacramental, puesto que ellos lo reconocieron
"al
partir el pan".
Meditando el evangelio desde Nazaret no
podemos dejar de subrayar el
gesto
de partir el pan. No queremos hacerlo en contraposición con las
palabras
de bendición que Jesús usó en esos momentos y en el de la
institución
de la Eucaristía. Queremos sencillamente fijarnos en el gesto,
porque
es una parte importante de la celebración de la fe, pero también
porque
nos lleva fácilmente al tiempo de Nazaret. Jesús vio muchas veces y
probablemente
también realizó el gesto del jefe de familia de partir el pan.
Más
tarde Él cargaría ese gesto de un significado nuevo al establecerlo como
forma
de celebrar la nueva alianza entre Dios y los hombres.
"Partir el pan". Para el israelita
toda comida, incluso la más ordinaria
y
sencilla, tenía un alto valor humano y religioso, que Jesús asimiló
profundamente
en la vida de cada día en su familia de Nazaret. El Evangelio
presenta
con frecuencia a Jesús participando en reuniones que incluían una
comida
(Caná, Jn 2,1-11; con la familia de Lázaro, Lc 10,38-42; con los
publicanos
y pecadores, Mt 9,10; Lc 19,2-10). Después de su resurrección,
Jesús
come con sus discípulos (Lc 24,30; Jn 21,13). Pero los evangelios y
también
S. Pablo ponen especial atención en describir los gestos y las
palabras
de Jesús durante la última cena. Y entre los gestos ocupa un lugar
privilegiado
el de "partir el pan". Jesús aparece así como el verdadero padre
de
familia, que reúne a los suyos y les distribuye el alimento para nutrirlos
y
ponerlos en comunión de vida unos con otros. El gesto de partir el mismo
pan
para ser comido por todos significa la comunión de fe y de destino, pero
también
el sacrificio que supone la ruptura.
De hecho las primeras comunidades cristianas
usaron la expresión
"fracción
del pan" para designar la comida realizada en memoria del Señor.
Más
adelante se impondría la palabra eucaristía = acción de gracias o
bendición.
Es difícil saber si las comidas fraternas de los primeros
cristianos
de Jerusalén incluían también propiamente la celebración
sacramental
(Hech 2,42-46). Progresivamente se pasó de la comida ordinaria
a
la "cena del Señor" (1Co 11,20-34) y se fue liberando de las
connotaciones
estrictamente
judías para pasar a ser la celebración cristiana anual y
también
semanal (Hech 20,7-11) (Cfr.Líon Dufour, Diccionario de teología
Bíblica,
voz Eucaristía).
Dos cosas queríamos señalar con esta
consideración: 1) que el gesto tan
humano
de partir el pan, aprendido en Nazaret, sirvió como gesto fundamental
para
instituir la eucaristía y sirve hoy para celebrarla en la Iglesia ("los
sacramentos
no son sólo palabras, son también acciones", Catecismo de la
Iglesia
Católica, 1153-1155); 2) que la primera expresión para designar la
eucaristía
aludía precisamente a ese gesto de fracción del pan que Jesús hizo
también
en presencia de los dos de Emaús.
Te bendecimos, Señor Jesús,
en el gesto de partir el pan,
perpetuado para siempre
en el sacramento de la Eucaristía.
Que tu palabra reveladora de la verdad
haga
arder nuestros corazones
con el fuego de tu Espíritu
y podamos reconocerte
en todas las formas de tu presencia.
Danos esa atención que teme
dejarte pasar de largo
en tantas ocasiones
como te acercas a nosotros
casi de forma imperceptible.
Te necesitamos siempre, Señor,
en nuestra vida.
"El desapareció"
La inmediatez y continuidad de la presencia
de Jesús en Nazaret contrasta
con
la fugacidad de sus apariciones postpascuales. Poco a poco Jesús fue
educando
a los que estaban con Él para que pudieran reconocerlo en ese otro
modo
de presencia que se realiza a través de los signos.
Jesús nos dice con el relato evangélico de
hoy que su poder salvador es
sacramental.
Es decir, que su presencia llega a nosotros desde su condición
actual
de resucitado. Por eso cuando los discípulos de Emaús lo reconocen en
el
signo, cesa ese otro modo de presencia extraordinario que es la aparición.
Así
pueden entender que la vida del resucitado no es un retorno al modo de
vivir
de antes. Su muerte ha roto para siempre esa continuidad y lo ha
constituido
Señor y Salvador.
"Entró para quedarse con ellos",
dice el texto evangélico. Evidentemente,
para
quedarse de otro modo, en la permanencia de la fe, en la posibilidad de
"re-crear"
su presencia a través de los signos que Él mismo había
establecido.
El relato de los dos de Emaús es
verdaderamente una parábola de la
condición
peregrinante del creyente. Toda su fuerza expresiva está en el
realismo
de la visibilidad con que se presenta el resucitado. Cuando caminaba
con
ellos, no lo veían, aunque su corazón algo les decía; cuando empezaron
a
verlo, Él desaparece. Ellos se esperaban del Mesías que cumpliera los
signos
y prodigios capaces de liberar a Israel. Pero Jesús resucitado empieza
a
ejercer su poder de otra forma, presentándose con unos signos que cambian
el
corazón de las personas y comunican, no a un solo pueblo sino a todos los
hombres,
la verdadera liberación. Esa es la nueva alianza de Dios con los
hombres
en la que Cristo nos introduce derramando su propia sangre.
La Palabra nos convoca hoy a renovar nuestra
fe en los sacramentos de la
Iglesia
y por medio de los sacramentos de la Iglesia. Los gestos y las
palabras
quedan vacíos sin esa fe capaz de comprenderlos en profundidad y de
dejar
que vayan transformando nuestra vida hasta que un día nuestros ojos se
abran,
purificados por la muerte, para poder contemplar al Señor en su misma
condición gloriosa.
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