8 de junio de 2014 - DOMINGO
DE PENTECOSTÉS
– Ciclo A
"Se
llenaron todos de Espíritu Santo"
Hechos 2,1-11
Todos los
discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un
ruido
del cielo, como un viento recio, resonó en toda la casa donde ese
encontraban.
Vieron aparecer unas lenguas, como llamarada, que se repartían,
posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de
Espíritu Santo y
empezaron
a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el
Espíritu
le sugería.
Se encontraban
entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones
de
la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados,
porque
cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos
preguntaban:
-¿No son
galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que
cada
uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros
hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopo-
tamia,
Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en
Egipto
o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros
de
Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada
uno
los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.
I Corintios 12,3b-7. 12-13
Hermanos: Nadie
puede decir "Jesús es Señor", si no es bajo la acción del
Espíritu
Santo.
Hay diversidad
de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
servicios,
pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo
Dios
que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el
bien
común.
Porque, lo mismo
que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos
los
miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es
también
Cristo.
Todos nosotros,
judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bauti-
zados
en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido
de
un sólo Espíritu.
Juan 20,19-23
Al anochecer de
aquel día, el día primero de la semana, estaban los
discípulos
en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En
esto
entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-Paz a vosotros.
Y, diciendo
esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se
llenaron
de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
-Paz a vosotros.
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y dicho esto
exhaló el aliento sobre ellos y les dijo:
-Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les
quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Comentario
En la solemnidad
de Pentecostés las lecturas de la misa están orientadas
a
presentarnos la persona y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en
el
mundo.
Para el
evangelista Juan hay un primer Pentecostés el día mismo de la
resurrección
de Jesús. Según S. Lucas, Jesús promete el Espíritu Santo la
tarde
de la Pascua (24,40), pero sólo cuarenta días más tarde se cumple la
promesa.
Como en el II
domingo de Pascua hemos leído el mismo evangelio que hoy,
centraremos
más nuestra atención en el relato del acontecimiento de
Pentecostés
que nos ofrece la 1ª. lectura.
Para los
israelitas Pentecostés fue al principio una fiesta agrícola
unida
a la recogida de las primeras mieses. Luego se le añadió el significado
de
conmemorar la donación de la ley en el Sinaí y recibió el nombre de fiesta
de
las semanas después del año 70 de la era cristiana. La coincidencia de la
efusión
del Espíritu Santo con esa fiesta subraya la dimensión histórica del
acontecimiento,
su inserción en la historia de los hombres.
La parte de la
narración que leemos en la liturgia tiene dos núcleos
fundamentales.
Ambos subrayan la acción del Espíritu Santo como en dos
círculos
concéntricos. En el primero podemos considerar lo que hace el
Espíritu
Santo en el cenáculo, donde están reunidos los discípulos de Jesús;
en
el segundo lo que hace fuera, donde está la multitud, representante de
todos
los pueblos de la tierra.
El narrador
subraya que en el cenáculo estaban todos los discípulos de
Jesús.
Esa unidad material de la presencia parece ya sugerir la otra unidad
más
profunda creada por el Espíritu. Este irrumpe de forma incontrolable,
fuerte,
improvisa, para significar que se trata de un don que viene de lo
alto
y que mantiene su total libertad. Su acción transformadora en el
interior
de las personas se manifiesta exteriormente con el signo del fuego
y
con la capacidad de comunicar y de alabar a Dios ("empezaron a hablar
lenguas
extranjeras").
Pero también
fuera del cenáculo hay una acción del Espíritu Santo. En
contraste
con la confusión, fruto del pecado, que se produce en Babel (Gen
11,1-9),
el Espíritu Santo escribe ese nuevo código de comunicación que
permite
a los hombres entenderse y reconstruir su unidad perdida.
La explosión del
Espíritu, que inaugura la misión de la Iglesia, se
produce
cuando ambos círculos se encuentran, cuando los apóstoles abandonan
el
cenáculo y hablan de las maravillas de Dios a la multitud. En contraste
con
los habitantes de Babel, que pretendían no separarse nunca ("para
hacernos
famosos y no tener que dispersarnos por la superficie de la tierra",
Gen
9,4), los apóstoles son enviados a "todas las naciones de la tierra",
La
acción
del Espíritu consiste en que cada uno los entiende en su propia
lengua.
Se construye así la comunidad basada en la comunión, que cuenta con
la
diversidad de cada persona y de cada pueblo.
Una
familia
Proyectada desde
siempre por el amor infinito del Padre, realizada por el
Hijo
con su venida entre los hombres, la Sagrada Familia es también desde el
principio
la obra del Espíritu Santo.
El Espíritu
Santo es el gran protagonista de los primeros momentos de la
vida
de Jesús, tal y como nos los narra sobre todo el evangelista Lucas.
En el relato de
la infancia de Cristo se dice de tres personajes que
estaban
llenos del Espíritu Santo: Juan Bautista (Lc 1,15), Isabel, su madre,
(Lc
1,41) y Zacarías, su padre, (Lc 1,67). Otros, como Simeón y Ana son
movidos
interiormente por ese mismo Espíritu (Lc 2,26-27). A José se le
anuncia
que "la criatura que María lleva en el seno es obra del Espíritu
Santo"
(Mt 1,21). Y la acción del Espíritu Santo llega a su ápice en el
momento
de la encarnación del Verbo: "El Espíritu Santo bajará sobre ti y la
fuerza
del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lc 1,35)
Como en
Pentecostés, la acción divina se manifiesta con poder, eliminando
los
obstáculos y barreras que se oponían a la fecundidad de Isabel (Lc 1,25)
o
que causaban el mutismo de Zacarías, pero, sobre todo, haciendo las
"grandes
cosas" de que habla María en el Magnificat. Aparece así evidente que
finalmente
Dios, en la plenitud de los tiempos, "ha desplegado el gran poder
de
su derecha" (Lc 1,51) y que nada es imposible para Él (Lc 1,37). El
Espíritu
Santo, tanto como poder que viene de lo alto, como moviendo a las
personas
desde su interior, a veces con evidentes manifestaciones carismá-
ticas,
es el sujeto principal de todo lo que se realiza en los albores de la
era
mesiánica.
El misterio de
Nazaret nos habla de esa acción profunda y duradera del
Espíritu
Santo en María y José para construir en la fe y en el amor una
familia
entorno a Jesús. Y de Jesús mismo se dice que "fue ungido con la
fuerza
del Espíritu Santo" (Hech 10,38).
Fue el Espíritu
Santo quien creo la célula germinal que llamamos Sagrada
Familia
en su unidad primordial. Si más tarde ese mismo Espíritu reuniría en
unidad
con su poder a la gran dispersión de los hombres para formar la
familia
de los hijos de Dios, es porque ya en los comienzos (misterio de la
encarnación)
había reunido de una dispersión aún mayor a Dios y al hombre en
la
persona de Jesús. En torno a esa unidad primera, para prepararla, para
llevarla
a cumplimiento, quiso unir también en familia a María y a José. Como
más
tarde sucedería con el grupo de los apóstoles, también de su desinte-
gración,
de su envío a los demás, nacería una familia más grande, la de los
creyentes
en Jesús.
Te bendecimos, Espíritu Santo,
que el Hijo nos ha mandado desde el
seno del Padre.
Tú haces de la Iglesia el cuerpo de
Cristo
y
el sacramento de salvación para los hombres;
Tú que con tus dones y carismas la
haces variada y múltiple,
articulada y compacta,
para que pueda ejercer su misión;
Tú, que trabajas también
constantemente fuera de la Iglesia
haciendo madurar los tiempos
y conduciéndolo todo hacia el Reino,
por caminos que nosotros ignoramos.
Te pedimos hoy una nueva efusión de
tus dones
y un conocimiento cada vez más claro
de quién eres tú
y de tu acción
para poder colaborar mejor contigo.
La
unidad
El Espíritu
Santo se nos presenta hoy como el gran artífice y constructor
de
la unidad en la Iglesia y fuera de ella.
El está en todos
los comienzos como fuerza que da vida (comienzo de la
creación
del mundo y del hombre, comienzo de la Iglesia), asegurando esa
unidad
radical sobre la que se asientan todos los valores y desde la que
parte
todo crecimiento. Por eso hemos de ver la unidad en nuestra familia,
en
nuestra comunidad, en la Iglesia en primer lugar como un don precioso que
nos
viene de Dios. Es un don gratuito que compromete nuestra responsabilidad.
La
oración de Jesús era: "Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste,
la
de ser uno, como lo somos nosotros, yo unido a ellos y tú conmigo para que
queden
realizados en la unidad (Jn 17,22-23).
Hemos de
aprender a vivir este don precioso de la unidad en la variedad
de
los dones naturales y de la gracia, en la diversidad de los carismas en
la
multiplicidad de las situaciones culturales y de los tiempos que nos toca
vivir,
si de verdad queremos construir la comunión. Hay una dialéctica
unidad-pluralidad
en la que ambos términos se reclaman mutuamente. Tenemos
que
aprender no sólo a vivirla con serenidad y equilibrio para pasar del uno
al
otro extremo, sino también a buscar apasionadamente la unidad en la
variedad
de las manifestaciones del Espíritu. Como cristianos hemos de promo-
ver
sinceramente la libertad y belleza de esas formas diversas de encarnar,
de
vivir, de servir el evangelio.
Por eso la
unidad está también delante de nosotros como una esperanza y
como
una tarea siempre inacabada. Sólo cuando "Dios lo será todo en todos"
tendremos
la unidad perfecta. Mientras tanto nuestro esfuerzo por construir
la
unidad en todos los ámbitos debe dirigirse en un doble sentido:
reconciliación
para reconstruir nuestras fracturas internas (personales y
comunitarias)
y, llenos del Espíritu Santo, encuentro con todos en la
pluralidad
de sus lenguajes y situaciones para reconstruir el tejido de las
relaciones
humanas e iluminar el mundo con la luz del evangelio.
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