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de julio de 2014 – TO - XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Soy sencillo y humilde"
-Zac 9,9-10
-Sal 144
-Rom 8,9. 11-13
Mateo 11,25-30
Jesús exclamó:
-Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de
la tierra, porque has
ocultado
estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la
gente
sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el
Padre,
y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo
quiera
revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo
os
aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón,
y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga
ligera.
Comentario
En el cap. 11 de S. Mateo encontramos
diversas reacciones ante la persona
y
el mensaje de Jesús. Como contrapunto de quienes lo rechazan o de quienes
no
saben distinguir el momento histórico excepcional que están viviendo,
aparece
el grupo de los humildes y sencillos que dan fe a sus palabras. Este
misterio
de la sabiduría de los sencillos viene presentado por el texto que
leemos
hoy en tres pasos sucesivos.
La primera unidad comprende la exclamación
orante de Jesús que bendice al
Padre
por su designio de revelación. Paradójicamente quedan fuera de él
quienes
mejor podían entenderlo. Por el contrario penetran en él quienes
menos
dotados estaban para ello, los pequeños. Se ratifica así una constante
de
la historia de la salvación que en los tiempos del Mesías llegó al grado
sumo.
En la segunda parte del texto, formada por
los vv. 26 y 27, Jesús, en tono
solemne,
se presenta Él mismo como uno de estos "pequeños" que conoce, de
modo
perfecto y exclusivo, el misterio del Padre. "Conocer" indica esa
relación
de intimidad y recíproca donación que constituye el fondo del amor
trinitario.
La simetría respecto al conocer indica la igualdad de las
personas
en la esencia divina. De rechazo indica también la necesidad
absoluta
de pasar por Jesús para entrar en la intimidad de la vida divina.
Esa
revelación se presenta como un acto gratuito, fruto de la generosidad del
Hijo,
quien en su condición humana revela los secretos de Dios. La única
condición
parece ser esa "pequeñez" o sencillez de la que antes se ha hecho
mención.
La parte conclusiva es una cálida invitación
personal a los cansados y
oprimidos
para buscar el descanso, la renovación y el consuelo en Jesús
mismo.
¿Pero de qué tipo de cansancio y opresión se trata? La respuesta
parece
venir dada por las palabras que figuran a continuación en el texto.
Veamos
por qué. En la tradición del Antiguo Testamento la ley divina se
consideraba
como un "yugo" (Cfr Jer 2, 20; Eclo 51,21). La interpretación
rigorista
de los fariseos había acentuado su carácter opresor al
desarrollarla
en numerosos preceptos imposibles de cumplir para la gente
sencilla.
Jesús, identificándose con éstos últimos ("soy humilde y sencillo")
propone
otro camino. Se trata de penetrar en el espíritu mismo de la ley y
ver
su cumplimiento no tanto como la realización de una exigencia externa,
cuanto
la expresión de un corazón que pertenece por entero al Señor. De este
modo,
todo aparece más fácil y ligero. Jesús mismo se presenta como modelo
de
esa forma de ser ("aprended de mí") que consiste en aceptar con
corazón
humilde
el amor del Padre y responderle entregando la vida por todos.
"Miró la humildad de su
sierva"
El corazón humilde y sencillo de Jesús se
formó en Nazaret, en la casa de
María,
la sierva del Señor, y de S. José.
La primera lectura de este domingo, tomada
del profeta Zacarías, nos da
perfectamente
la identidad de ese Mesías, a la vez débil y fuerte, sencillo
y
humilde que corresponde a las características de quien vivió en Nazaret
durante
treinta años.
El texto de Zacarías comienza con una
invitación a la alegría y a la
aclamación
a Dios por la llegada del Mesías. Esa alegría y exultación están
motivadas
por la intervención salvadora de Dios al final de los tiempos, pero
también
porque el Salvador que llega corresponde a la esperanza de los más
humildes.
El Mesías esperado es presentado como justo
y victorioso, pero su figura
no
tiene nada de triunfalista. Más adelante el profeta lo presentará bajo la
figura
del "pastor golpeado" (11,4-17), de quien ha sido "traspasado",
de
alguien
por quien se hace luto, como cuando muere el hijo único (12,10-12).
En
contraste con otras expectativas, el profeta presenta al Mesías en su
entrada
triunfal cabalgando sobre un asno, animal tranquilo y trabajador,
símbolo
de la humildad de la vida cotidiana. Pero a pesar de esa actitud
mansa
y humilde, ser ese Mesías quien eliminará las armas de la guerra no
sólo
en Jerusalén, sino en todo el territorio de Israel. Con Él llegará la
paz.
Y ese es precisamente el motivo del júbilo: el hecho de que Dios cumple
su
promesa por medios inesperados y aparentemente inadecuados a la grandeza
del
resultado. Así aparece con más claridad que es Él quien salva.
Esa figura de Mesías es la que Jesús fue
"encarnando" y asimilando
progresivamente
en el ambiente humilde de Nazaret. Ese trabajo lento de ir
descubriendo
como hombre la raíz más auténtica de la esperanza de su pueblo,
fue
plasmando su figura y sus actitudes más profundas: ese corazón sencillo
y
humilde del que hoy descubrimos la grandeza en el evangelio.
Sin duda hubiera podido llegar a todo eso en
un instante, pero nosotros
sabemos,
contemplando el misterio de Nazaret, que el designio de Dios era
otro.
Jesús fue creciendo... Y es que las actitudes más profundas del alma
humana
exigen irse formando poco a poco, ir impregnándose paulatinamente del
ambiente
humano en que se vive para desarrollar las potencialidades la
persona.
El tiempo de Nazaret fue decisivo seguramente para la formación de
la
personalidad humana de Jesús, para ser alguien capaz de asimilar las
mejores
esperanzas de su pueblo, para comprender el cansancio, la aflicción
y
la opresión en que vive tanta gente y también para saber cómo el orgullo
puede
cerrar el corazón humano para rechazar incluso a Dios y oscurecer la
inteligencia
hasta no comprender las cosas más sencillas...
El corazón humilde de Jesús se forjó en la
humildad de Nazaret.
Te bendecimos, Padre,
lento a la ira y grande en el amor,
porque te has manifestado en Jesús,
el Mesías humilde y pacifico.
En Él acoges a cuantos están cansados y
oprimidos
y les ofreces la salvación.
Danos el Espíritu de amor
que vaya transformando nuestro corazón
a imagen del de tu Hijo,
para que en Él aprendamos a conocerte
y sepamos acoger y confortar de verdad
a cuantos piden nuestro apoyo.
Recuérdanos siempre cómo hemos sido nosotros
acogidos por ti,
para que no impongamos a los demás cargas
más pesadas de las que nosotros mismos
estamos dispuestos a llevar.
El Espíritu da
vida
Aprender a conocer a Jesús, entrar en
intimidad con Él, conocer sus
actitudes
profundas, no es algo que la inteligencia, el estudio, el dominio
del
saber puedan dar por sí solos. "Si uno no tiene el Espíritu de Cristo,
no
le pertenece" (Rom. 8, 9). Es el Espíritu Santo, en efecto, que ha sido
dado
al cristiano en el bautismo y en la confirmación, quien le guía en esa
tarea
constante de conocimiento e identificación con Cristo.
El primer paso consiste en descubrir cómo
nuestra salvación y la de todos
los
hombres es fruto de la humildad y de la humillación de Jesús. "Él, a
pesar
de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al
contrario,
se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose
uno
de tantos..." (Fil 2,5-7). No es fácil admitir eso; si uno se deja llevar
por
la lógica del mundo o de la carne, parece más bien una locura, siguiendo
la
expresión de S. Pablo.
Pero el mismo S. Pablo exhorta a los
cristianos a tener los mismos
sentimientos
que Cristo y precisamente en ese acto de su abajamiento y
humillación.
Tener los mismos sentimientos supone un conocimiento y una
identificación
con Cristo que sólo el Padre puede dar por medio del Espíritu
Santo.
Es la gran audacia, y al mismo tiempo, el gran privilegio de los que
son
humildes.
Existe un paralelismo entre la actitud de
quienes, encerrados en su
propia
inteligencia, no saben descubrir los secretos del misterio de Dios y
la
existencia "en la carne" de que habla S. Pablo, que rechaza la acción
del
Espíritu
Santo. El Cristiano está llamado a dejar vivificar toda su
existencia
por el soplo del Espíritu Santo y a poner toda su conducta bajo
ese
influjo.
Esa docilidad coincide exactamente con la
sencillez evangélica de los
pequeños,
que se fían de Dios más que de las propias fuerzas y que quieren
compartir
la suerte de Jesús.
Todo
ello supone en nosotros un esfuerzo para dejarnos desarmar de nuestras
categoría
exclusivamente humanas y de nuestros modos de pensar para entrar
en
esa sumisión al Espíritu Santo que llevará nuestro corazón a ser cada vez
más
semejante al de Jesús.
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