10
de agosto de 2014 - XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"¡Ánimo, soy yo, no tengáis
miedo!"
-1Re 19,9. 11-13
-Sal 84
-Rom 9,1-5
Mateo
14,22-33
Después que sació a la gente, Jesús apremió
a sus discípulos para que
subieran
a la barca y se le adelantaron a la otra orilla mientras Él despedía
a
la gente. Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para
orar.
Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy
lejos
de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De
madrugada
se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole
andar
sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un
fantasma.
Jesús les dijo en seguida:
¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!
Pedro le contestó:
-Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti
andando sobre el agua.
Él le dijo:
-Ven.
Pedro bajó de la barca y echo a andar sobre
el agua acercándose a Jesús;
pero,
al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y
gritó:
-¡Señor, sálvame!
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró
y le dijo:
-¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
En cuanto subieron a la barca amainó el
viento. Los de la barca se
postraron
ante Él diciendo:
-Realmente eres Hijo de Dios.
Comentario
La primera parte del evangelio de este
domingo puede servir de empalme
con
el anterior. Jesús despide a la multitud y ordena a sus discípulos que
pasen
en barca a la otra orilla del lago. Mientras Él se retira a orar. Se
diría
que su oración solitaria prolonga el gesto de elevar los ojos al cielo
y
de bendecir a Dios efectuado durante el milagro de la multiplicación
de
los panes. Pero puede ser también la preparación para el signo de caminar
sobre
las aguas, que vendrá después. Se diría que Jesús encuentra en su
relación
con el Padre la lucidez para rechazar la tentación de un mesianismo
triunfante
y falso, y para ser fiel y coherente con ella.
Detengámonos ahora en el episodio central
del texto de hoy: Jesús camina
sobre
las aguas. El análisis de algunas particularidades en la narración de
Mateo
nos permitirá, como otras veces, penetrar en lo esencial del mensaje.
Mateo sigue de cerca lo que dice el
evangelio de Marcos (6,41-52). Pero
éste
insiste en el poder de Jesús, que calma la agitación de las olas, y en
la
incredulidad de los discípulos ("ellos no habían comprendido el milagro
de
la multiplicación de los panes y su corazón permanecía cerrado" 6,52).
Mateo,
por su parte, ve más a los discípulos en cuanto grupo. Para él es la
barca
la que está agitada por las olas, y no tanto sus ocupantes. Además
parece
fijarse más en el miedo de los discípulos que en su cerrazón. Mateo
es
el único de los evangelistas que habla del gesto de Pedro, que lleno de
entusiasmo
comienza a caminar sobre las olas como su Maestro, aunque luego
su
fe vacila. Finalmente en el evangelio de Mateo, contrariamente a lo que
sucede
en el de Marcos, los discípulos proclaman explícitamente su fe en
Jesús
como Hijo de Dios.
Teniendo en cuenta estos datos, la intención
de Mateo parece clara. En un
relato
que tenía originariamente un marcado carácter cristológico, ha
subrayado
también la dimensión eclesial. No se trataba sólo de mostrar la
identidad
de Jesús con su poder sobre los elementos naturales, sino también
su
capacidad de restablecer la calma, la paz y la serenidad en el grupo de
los
que creían en Él.
Cuando Mateo escribe su evangelio, ha pasado
ya el tiempo de las primeras
conversiones
y de la rápida propagación del evangelio. Las primeras
dificultades
internas y las primeras persecuciones llevan a pensar a la
Iglesia
que su camino a través del tiempo no será fácil. Se diría que en el
relato
de Mateo se traslucen ya de alguna manera, esas dificultades y que su
mensaje
es por tanto un mensaje de esperanza. Aun en medio de las tinieblas
y
preocupaciones, el Señor resucitado es el apoyo firme de su Iglesia. La
personalización
del drama en el apóstol Pedro subraya la necesidad de una fe
fuerte
para continuar el camino con Jesús.
"Cristo según la carne"
Para meditar la Palabra de Dios desde el
punto de vista del misterio de
Nazaret,
nos fijaremos hoy sobre todo en la segunda lectura.
S. Pablo abre su corazón al comienzo del
cap. 9 de la carta a los romanos
y
revela su drama interior: la mayoría de los miembros del pueblo de Israel
no
ha aceptado a Cristo. Para él esto es desconcertante, sobre todo viendo
cómo
los paganos se abren a la fe. Los judíos tenían en principio muchas más
oportunidades
ya que su historia les había conducido, por así decirlo, al
Mesías.
Y precisamente en la enumeración de los
"privilegios" que tienen los
miembros
del pueblo de Israel, S. Pablo menciona uno que se refiere
directamente
al misterio de Nazaret: "De ellos proviene Cristo según la
carne"
(Rom 9,5).
Es importante constatar cómo Pablo sitúa a
Cristo en la línea de todos
los
dones ofrecidos por Dios a Israel a lo largo de su historia. Pero al
mismo
tiempo el don de Cristo supera a todos los otros, es la oportunidad
definitiva.
Pocas son las veces que Pablo se refiere al
Cristo de la historia, a la
vida
humana de Jesús. En esta ocasión lo hace de forma sintética, pero
expresa
bien el aspecto de pertenencia de Cristo al pueblo de Israel y su
inserción
en las relaciones de Dios con su pueblo.
La expresión "según la carne" había
sido ya utilizada por Pablo en el
prólogo
de la misma carta a los Romanos, cuando dice que Cristo era "de la
descendencia
de David según la carne" (1,2).
Muchas veces hemos meditado el misterio de
Nazaret viendo a Jesús, con
María
y José, en cuanto miembros de pueblo de Israel, compartiendo sus
costumbres,
su mentalidad, su fe y esperanza en las promesas de Dios. Hoy
contemplamos
a Cristo como don al pueblo de Israel, el último y más
importante
porque los resume todos ya que es la donación de sí mismo a los
hombres.
El drama de Israel está no en su larga historia mezclada de
fidelidad
e infidelidad, sino en no haber respondido a la hora de la verdad,
en
el momento clave en que surgió de sus mismas entrañas el Mesías esperado.
En
ese punto clave se sitúa el misterio de Nazaret.
La fe humilde de María y de José, que al
mismo tiempo continúa la de
Israel
y sabe dar el primer paso hacia la nueva alianza, aparece así, por
contraste,
en todo su esplendor. Es el camino que otros "pobres de Yahvé"
siguieron
también y al que estamos llamados nosotros.
Pero esto en la sencillez y encarnación de
cada día. Sin ningún orgullo,
pues
la fe es don de Dios y nada sabemos de sus juicios que son
impenetrables.
Es la conclusión a la que llegará S. Pablo en su reflexión
sobre
el desenlace de la historia de Israel en los capítulos siguientes de
esta
misma carta a los Romanos.
Te bendecimos, Padre,
porque no abandonas nunca a los que creen en
ti.
En el momento culminante nos enviaste a
Jesús, el Señor,
y Él permanece siempre cerca de sus
discípulos.
Danos la fuerza del Espíritu Santo
en los momentos de vacilación
en las situaciones de prueba
a las que nuestra debilidad
se ve sometida constantemente.
Queremos compartir de un lado
la seguridad de la salvación
que ofrece la Iglesia
y de otro las angustias y preocupaciones
de todos los hombres.
Nuestra fe
Nos es familiar la imagen de la barca
combatida por las olas y el viento
para
representar la Iglesia. Los Padres acudieron frecuentemente a ella. Una
situación
extraordinaria de los discípulos de Jesús ha servido para
representar
la condición permanente de la Iglesia. Se puede decir que se
cumple
así de algún modo la intención del evangelista que con el relato de
hoy
pretendía expresar las dificultades en que se mueve siempre quien quiere
seguir
a Jesús y anunciar su mensaje.
En el mismo sentido apunta la experiencia
del profeta Elías que hemos
visto
en la 1ª. lectura. No es en la violencia de los fenómenos, no es en el
ruido
aparatoso donde Dios se manifiesta, sino en la suavidad de la brisa.
Esos momentos excepcionales de la
manifestación del Señor, nos remiten
siempre
a la cotidianidad de nuestra experiencia cristiana. En ella tienen
lugar
los momentos de duda y de vacilación como también los momentos en los
que
parece podemos tocar con la mano la presencia del Señor.
Debemos saber reducir a la medida de cada
una de nuestras jornadas
ordinarias
la confiada súplica de Pablo, la confesión humilde de los
discípulos,
la actitud contemplativa de Elías, la fe de María y de José que
supieron
reconocer al Mesías cuando Dios lo sacaba del pueblo de Israel para
entregarlo
al mundo.
Nuestro drama de la fe se juega en las aguas
movedizas de lo cotidiano,
en
las mil circunstancias de cada día que ponen a prueba la fe que
confesamos.
A veces esperamos una ayuda extraordinaria de parte de Dios,
cuando
más arrecia la prueba, y somos incapaces de reconocerlo en los signos
más
sencillos en que se esconde. Nos dejamos vencer por el miedo o queremos
que
se muestre en alguna forma fuera de lo normal, mientras ignoramos la mano
que
nos tiende en las muchas manos que nos ayudan cada día y no sentimos en
la
brisa que nos roza la revelación misteriosa de su presencia.
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