7
de septiembre de 2014 - XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
– Ciclo A
"Si tu hermano te ofende"
-Ez 33,7-9
-Sal 94
-Rom 13,8-10
Mateo 18,15-20
Dijo Jesús a sus discípulos:
-Si tu hermano peca, repréndelo a solas
entre los dos. Si te hace caso,
has
salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos,
para
que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si
no
les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la
comunidad,
considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo
que
atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en
la
tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro además que, si dos de
vosotros
se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi
Padre
del cielo. Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí
estoy
yo en medio de ellos.
Comentario
La liturgia propone a nuestra reflexión la última
parte del capítulo 18
de
Mateo en dos domingos sucesivos. Esta última parte trata del perdón de las
ofensas
en un tono exhortativo. En el llamado discurso eclesial de Jesús, se
tratan
diversas cuestiones que se refieren a la vida concreta de una comu-
nidad
cristiana: la precedencia en la asamblea, el respeto y acogida de los
más
débiles, la búsqueda de quienes se alejan, la manera de tratar a quienes
hacen
un mal a la comunidad...
El procedimiento propuesto por Jesús para
corregir a quien ha cometido
una
ofensa, se presenta, desde el punto de vista literario, como una
concatenación
de cinco condicionales. Yendo al sentido global, se saca la
conclusión
de que hay que poner todos los medios para que quien ha faltado,
reconozca
su error y vuelva a la situación normal en la comunidad. Sólo en
casos
extremos se puede proceder a la exclusión.
Si nos detenemos en cada una de las fases
del proceso propuesto en el
discurso,
podemos descubrir también algunos valores importantes de la vida
de
la comunidad que aparecen progresivamente.
En la fase de la reprensión individual, se
pone de manifiesto la
importancia
de las relaciones personales y de la responsabilidad de cada uno
respecto
a todo lo que afecta a la comunidad. En el texto original, muchos
manuscritos
omiten el pronombre de segunda persona en la frase "si tu hermano
te
ofende" apoyando la idea de que más que de una ofensa personal, se trata
de
un mal causado a la comunidad.
La fase en que hay que recurrir a testigos,
recoge las prescripciones del
A.
T. (Dt 19,5) y las prácticas de los grupos esenios. Incluye el principio
de
la representatividad de la comunidad en algunos de sus miembros y
recomienda
la discreción y prudencia en el modo de proceder.
La última fase, en la que interviene la
comunidad en asamblea, es la más
solemne
y pone de relieve el peso que tiene el cuerpo entero reunido.
Esta importancia de la comunidad viene
subrayada por las dos sentencias
que
siguen en el texto evangélico. En la primera, Jesús parece atribuir a la
comunidad
reunida los mismo poderes que había atribuido poco antes a Pedro:
"Todo
lo que atéis en la tierra..."
La otra expresión da la razón teológica de
la importancia que tiene la
reunión
comunitaria: Cristo está en medio de los hermanos reunidos en su
nombre.
Y esto aun el caso de gran exigüidad de número. Esta presencia de
Cristo
es la que constituye a la Iglesia en cuanto tal en sus dimensiones
fundamentales:
la relación con Dios en la oración y la construcción de un
grupo
de personas reconciliadas, signo de una reconciliación más amplia, la
que
Dios ofrece a todo los hombres.
"Donde están
dos o tres"
Acabamos de decir que lo que cualifica a la
comunidad cristiana es la
presencia
de Cristo en medio de ella y no tanto el número de sus componentes
o
la legitimidad formal de la asamblea. La familia de Nazaret se presenta así
nuevamente
a nuestro ojos como la comunidad que goza, en el sentido más
fuerte,
intenso, tangible y duradero, de la presencia de Jesús. Puede, pues,
presentarse
como la comunidad tipo, como aquélla que mejor realiza el ideal
de
comunidad descrita en el evangelio.
La familia de Nazaret es una comunidad
reunida en nombre de Cristo. En
primer
lugar porque ha sido constituida por Dios, con el libre consentimiento
de
María y de José, para acoger a Jesús. Pero también porque éste ocupaba el
centro
y era el punto de referencia constante de las preocupaciones y
proyectos
de María y de José.
Las palabras del evangelio de Mateo, puestas
en boca de Jesús, sobre su
presencia
en medio de dos o tres de sus discípulos, respiran ya un aire
postpascual;
se refieren a una presencia que ya no es física sino en el
Espíritu
Santo. Es un modo de presencia al que también se refiere San Pablo
con
estas palabras: "Reunidos vosotros, y yo en espíritu, en nombre de
nuestro
Señor Jesús, con el poder de nuestro Señor Jesús, entregad ese
individuo
a Satanás" (1Co 5,4). Lo que crea la fuerza de la comunidad es la
referencia
al nombre de Jesús, es decir, en el lenguaje de la Biblia, a su
persona.
Y esto en el sentido más fuerte y denso que puede tener la presencia
divina
entre los hombres. Como cuando leemos en el libro del Exodo: "En los
lugares
donde pronuncie mi nombre, bajaré a ti y te bendeciré" (20,24).
La Iglesia necesita su referencia a la
familia de Nazaret como necesita
la
referencia a la comunidad constituida por los apóstoles con Jesús, para
descubrir
su rostro verdadero. Y no se trata ciertamente de la imagen
plástica
del grupo reunido con Jesús que ayuda a la imaginación, sino de esa
vinculación
que se establece con Él por medio de la fe y que es la única
fuente
de cohesión y de fuerza espiritual.
Meditando las palabras del evangelio -
"donde dos o tres" - a la luz del
misterio
de Nazaret, surge espontáneamente la reflexión sobre la exigüidad
del
número de los miembros de la comunidad. En Nazaret, todo está reducido,
por
así decirlo, al mínimo indispensable. Vendrá luego la comunidad
pentecostal
y las grandes asambleas de todos los tiempos. De Nazaret quedará
siempre
el gusto por lo pequeño, por lo mínimo. Estableciendo así un nexo con
todas
las realidades minúsculas de la presencia de la Iglesia (empezando por
la
familia "Iglesia doméstica"); con todas esas comunidades pequeñas
donde
falta
casi todo, donde se vive en el límite mismo entre la existencia y no
existencia
de una comunidad; donde, sin embargo, la presencia de Cristo da
esa
calidad nueva y esa fuerza que va más allá de la debilidad humana y que
ningún
número de personas puede suplir.
Te bendecimos, Padre, por tu bondad,
porque tú eres misericordioso
y paciente con todos.
Danos ese Espíritu que procede de ti
y que lleva a olvidar las ofensas recibidas,
a tender la mano a quien est caído,
a no pasar de largo ante quien
necesita nuestra comprensión.
Enséñanos a saber construir la comunidad,
sobre todo en las circunstancias difíciles,
cuando reina el descontento
y cuando el pecado nos divide.
Danos la misma actitud de Jesús
que supo entregar su vida
para reunir a tus hijos que estaban dispersos.
Responsabilidad
comunitaria
De la Palabra de Dios recibimos hoy un
fuerte impulso para construir la
que
llamamos nuestra comunidad, pero también todas las comunidades de las que
por
uno u otro motivo formamos parte.
Punto clave para construir la comunidad es
esa responsabilidad compartida
que
lleva a la solidaridad, a hacerse cargo los unos de los otros. Podemos
llamarla
responsabilidad comunitaria.
Esa responsabilidad se ejerce de muchas
maneras; el evangelio de hoy nos
lleva
a tomar en consideración una de ellas: la corrección fraterna ("Si tu
hermano
peca...") El ejercicio de la corrección fraterna lleva consigo por
parte
de quien la practica algunas cualidades que son esenciales a la vida
cristiana.
En primer lugar la comprensión hacia quien
falta, que proviene de una
actitud
de misericordia y de reconciliación. Pero se requiere igualmente
valentía
para expresarse con claridad y para sobreponerse a falsas
consideraciones
de respeto al otro. Quien corrige o llama la atención al otro
en
algo que le parece mal, necesita además una buena dosis de sabiduría para
elegir
el momento oportuno de hacerlo y las palabras adecuadas, de modo que
se
facilite el camino de retorno de quien con su conducta se ha alejado de
la
comunidad.
Pero hemos de considerar que todos nosotros
nos encontramos también
muchas
veces de la parte de quien necesita ser corregido. Y también en ese
caso
son necesarias algunas actitudes importantes. Está en primer lugar la
humildad
para recibir las advertencias que se nos hacen. La Escritura pone
bien
claramente las dos posturas posibles por parte de quien recibe la
corrección:
"No reprendas al cínico, pues te aborrecerá, reprende al sensato,
que
te lo agradecerá" (Prov 9,8). "El hombre perverso rechaza la corrección
y
acomoda la ley a su conveniencia" (Eclo 32,17).
En uno u otro caso, sólo el amor fraterno,
que lleva a estimar al prójimo
como
a uno mismo, debe regular nuestra conducta. A propósito de la corrección
fraterna
ha escrito San Agustín: "Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla
por
amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si
perdonas,
perdona por amor. Está en ti la raíz del amor, pues de esta raíz
sólo
puede brotar el bien".
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