SOLEMNIDAD
DE LA NATIVIDAD DE N. S. JESUCRISTO
"Y encontraron a María, a José y
al niño"
-Is 62,11-12
-Sal 96
-Tit 3,4-7
-Lc 2,15-20
Isaías 62,11-12
El Señor hace oír esto hasta el confín de
la tierra. Decid
a la Hija
de
Sión: Mira tu Salvador que llega, el premio de su victoria lo acompaña,
la
recompensa lo precede.
Los llamarán "Pueblo santo",
"redimidos del Señor"; y a ti te llamarán
"Buscada",
"Ciudad no abandonada".
Tito 3,4-7.
Ha aparecido la Bondad de Dios y su Amor
al hombre. No por las obras
de
justicia que hayamos hecho nosotros, sino que según su propia misericordia
nos
ha salvado: con el baño del segundo nacimiento, y con la renovación por
el
Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de
Jesucristo
nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en
esperanza,
herederos de la vida eterna.
Lucas 2,15-20
Cuando los Ángeles los dejaron, los
pastores se decían unos a otros:
- Vamos derecho a Belén, a ver eso que ha
pasado y que nos ha comuni-
cado
el Señor.
Fueron corriendo y encontraron a María y a
José y al niño acostado en
el
pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que los oían se admiraban de lo
que decían los pastores. Y
María
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores
se
volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído;
todo
como les habían dicho.
Comentario
La actitud de María, que meditaba sobre
los acontecimientos (hechos y
palabras)
del comienzo de la vida de Jesús es nuestra mejor guía para captar
lo
que la Palabra de Dios quiere transmitirnos en esta solemnidad de la
Navidad:
que el Mesías viene a salvar a su pueblo y a transformarlo en un
pueblo
nuevo.
Frente a los pastores que escuchan el
mensaje, van, comprueban y anun-
cian,
con la sencillez candorosa de quien admira y transmite lo vivido sin
profundizar
en el sentido de las cosas, el evangelista Lucas coloca la figura
de
María que "conservaba el recuerdo y meditaba en su interior".
María aparece aquí como la mujer del
silencio, de la contemplación, de
la
Palabra con corazón bueno y la guardan" (Lc 8,15). Ella que, como los
pastores,
ha sabido proclamar de inmediato "las maravillas del señor" (Lc
1,46),
es también capaz ahora de confrontar unas cosas con otras en su
corazón,
de ver el alcance de lo que está sucediendo y de conservar el
recuerdo
de todo.
María es más que nadie en la Iglesia, la
"hija de Sión", el reducto mi-
núsculo
de la ciudad a la que se anuncia la llegada del Mesías como salvador
y
redentor; Ella que más que nadie encontró gracia a los ojos del señor (Lc
1,28),
es la primera que puede ser llamada "buscada" y "ciudad no
abandonada"
(Is.
62,12). En ella, y en José, tan cercanos al recién nacido, empezó a
manifestarse
"la bondad de Dios, nuestro salvador y su amor por los hombres"
(BIT
3,4), pues ellos son las primicias del pueblo nuevo adquirido por Cristo
mediante
la efusión de su Espíritu Santo.
En Nazaret
La segunda vez que Lucas nos presenta a María
en la misma actitud de
meditación,
silencio y contemplación se refiere a la época de Nazaret: "Su
madre
conservaba en su interior el recuerdo de todo aquello" (Lc 2,51). La
repetición
de la misma idea a tan breve distancia en la narración contribuye
a
caracterizar fuertemente la figura de María y nos da una de las claves más
eficaces
para acercarnos al misterio de Nazaret.
Según el evangelio de Lucas, uno de los
pocos indicios que tenemos para
entender
y aprender a vivir la experiencia nazarena de Jesús, María y José
es
esa acogida, meditación y asimilación profunda de la Palabra de Dios.
Por el recuerdo y la meditación de María
atravesaron los hechos de los
comienzos
de la vida de Jesús y fueron transmitidos ya como buena nueva, como
evangelio,
a la primera comunidad cristiana. El paso que transforma los
hechos
y las palabras en anuncio del mensaje de salvación fue ya efectuado
(como
ahora en la Iglesia) por María y por José en el tiempo de Nazaret. Se
colocaban
así en los albores de la experiencia pascual que reconoce en Jesús
la
manifestación definitiva de Dios entre los hombres.
El silencio de Nazaret estuvo, pues,
lleno de esa actitud de admiración
y
silencio, de meditación y acogida, en la que todo hombre que da el paso de
la
fe queda envuelto cuando penetra en lo más profundo de sí mismo para dar
el
asentimiento a la Verdad. No se trata de mutismo o de encerrarse en uno
mismo,
sino de pesar en el corazón lo que valen las palabras y los hechos
para
descubrir su carga de signo y de manifestación de la salvación de Dios.
Espíritu Santo, que educaste la mirada
y el corazón de María,
abre nuestro corazón a la Palabra
para que sepamos guardarla y dar fruto.
Enséñanos a reconocer el rostro del Padre
en las palabras y los gestos de Jesús:
en los que están consignados en el
Evangelio
y en los que ahora sigue haciendo.
Ponnos, Espíritu Santo, en sintonía
con la madre de Jesús en Nazaret
para acoger al Mesías,
para sentirnos amados infinitamente en Él
por el Padre,
para saber dar testimonio de nuestra
experiencia y
transmitir lo que por gracia hemos
recibido.
Sencillez y profundidad
Los pastores que van, creen y anuncian y María
que conserva el recuerdo
y
medita son hoy nuestra mejor gula para vivir este evangelio a la luz de
Nazaret.
Una fe sencilla y profunda, capaz de
admirarse, de correr sin trabas,
de
aceptar lo desconocido, de abrirse al encuentro con Cristo y de acogerlo
en
el fondo del corazón, es lo que más necesitamos hoy.
Ninguna contraposición, pues, entre la
figura de los pastores y la de
María.
No es la fe que más razona la que más profundiza, sino la que acepta
el
diálogo que implica la vida entera del creyente.
Vayamos enseguida, "corriendo"
como los pastores, "a ver eso que ha
pasado
y nos ha anunciado el Señor" y, como ellos, encontraremos al Salvador
del
mundo. Pero sepamos también quedarnos, como María, junto a Cristo,
conservándolo
todo en el corazón. La sabiduría de Nazaret nos enseña que hay
tiempo
para lo uno y para lo otro.
El anuncio del mensaje de Jesús presupone
los dos tiempos previos de
la
aceptación sencilla y de la maduración consciente, hasta hacer de lo que
se
predica la expresión de la propia vida. Algo en lo que uno mismo está
implicado,
como hizo María. Sólo así Dios es verdaderamente glorificado,
porque
el hombre encuentra la salvación.
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