22
de marzo de 2015 - V DOMINGO DE CUARESMA – Ciclo B
"Queremos ver a Jesús"
-Jer
31,31-34
-Sal
50
-Heb
5,7-9
-Jn
12,20-33
Jeremías 31,31-34
Mirad que llegan días -oráculo del Señor-
en que haré con la casa de
Israel
y la casa de Judá una alianza nueva.
No como la que hice con vuestros padres,
cuando los tomé de la mano
para
sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi
alianza;
-oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con
ellos,
después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su
pecho,
la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi
pueblo.
Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo,
el otro a su hermano, dicien-
do:
Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande
-oráculo
del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.
Hebreos 5,7-9
Cristo, en los días de su vida mortal, a
gritos y con lágrimas,
presentó
oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en
su
angustia fue escuchado.
Él, a pesar de ser Hijo, aprendió
sufriendo a obedecer. Y, llevado a
la
consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación
eterna.
Juan 12,20-33
En aquel tiempo entre los que habían
venido a celebrar la Fiesta había
algunos
gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le
rogaban:
-Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés
y Felipe fueron a decírselo
a
Jesús.
Jesús les contestó:
-Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del Hombre. Os
aseguro,
que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo;
pero
si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que
se
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que
quiera
servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi
servidor;
a quien me sirva, el Padre le premiará.
Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?:
Padre, líbrame de esta hora.
Pero
si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
-Lo he glorificado y volveré a
glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía
que había sido un trueno; otros
decían
que le había hablado un Ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
-Esta voz no ha venido por mí, sino por
vosotros. Ahora va a ser juzga-
do
el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando
yo
sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte
de que iba a morir.
Comentario
La Palabra de Dios nos invita a caminar
en este domingo con ánimo
renovado
hacia la pascua. El
deseo de ver a Jesús manifestado a Felipe por
algunos
peregrinos griegos, con el que se abre el evangelio, da pie a una
catequesis
sobre el misterio pascual.
Tenemos que notar en primer lugar que en
el lenguaje del cuarto
evangelio
"ver" es algo más que una percepción de las cosas. Para Juan el
verbo
ver cuando va referido a Jesús significa frecuentemente creer. A partir
de
esa interpretación, avalada por muchos textos (Cfr. Jn 1,14; 18,51; 3,11.
32
...), el lector de la Palabra es invitado a entrar y situarse en la
"hora"
de
Jesús, el momento en que "es glorificado" el Hijo del Hombre.
Ese momento descrito por el evangelio de
hoy es llamado el Getsemaní
del
cuarto evangelio y tiene una intensidad inmensa, subrayada por el
realismo
del sufrimiento de Jesús en el paso de la carta a los Hebreos.
El Hijo, en medio de su agitación
interior, acepta la voluntad del
Padre:
"Padre, manifiesta la gloria tuya", es decir acepta su propia muerte,
como
pone de manifiesto la parábola del grano de trigo narrada poco antes.
Y nosotros somos invitados a
"ver" a Jesús, es decir a reconocer en Él
al
Señor, no porque otros nos lo digan, sino por nosotros mismos (2ª.
lectura),
por ese movimiento interior del corazón que da la fe, don del
Espíritu
Santo, que lleva a creer en Él.
Pero creer en Él significa compartir su
destino: "El que quiera
seguirme,
que me siga, y allí donde esté yo, está también mi servidor" (Jn
12,26).
Esta es la nueva alianza en la que se nos
propone entrar hoy como
pueblo
de Dios y cada uno individualmente: "Esta es la alianza que haré con
la
casa de Israel en aquellos días". Esta es la alianza que renovamos hoy
participando
en la eucaristía.
"Aprendió a obedecer"
El pasaje de la carta a los Hebreos que
leemos hoy, puede darnos una
pista
para meditar el evangelio desde Nazaret, es decir, desde "los días de
su
vida mortal", o "de su carne", si se traduce a la letra,
indicando así la
debilidad,
sufrimiento y limitación de la condición humana de Jesús.
También este texto podría llamarse el
Getsemaní de la carta a los
Hebreos.
En él se pone de manifiesto que Jesús era verdaderamente un hombre, como lo
revela también a su modo la permanencia en Nazaret. El Hijo de Dios recorrió
verdaderamente todas las etapas de la aventura humana, sin dejar de lado el
sufrimiento y la muerte.
"Sufriendo aprendió a
obedecer". El que había crecido en Nazaret
"sumiso"
a María y a José, tuvo que dar luego ese último y supremo paso del
aprendizaje
de la obediencia, mediante el sufrimiento. Camino duro el de la
obediencia,
sobre todo si se tiene que dar en la escuela del dolor.
Jesús, profundamente humano en Nazaret y
en Getsemaní, obediente a sus padres y a su Padre, comparte la condición del
hombre que se somete ante el silencio y el misterio de Dios: silencio y
misterio de los largos años de
Nazaret,
silencio y misterio de la cruz.
Fue la penetración progresiva en nuestra
tierra durante los largos años
de
Nazaret lo que permitió a aquel "buen grano" de trigo, sembrado por
el
Espíritu
Santo en el seno de María, consumirse totalmente en su pasión y
muerte
para ser "causa de salvación eterna de todos los que le obedecen a
Él".
Ese es el misterioso plan de Dios: quien es obediente y se somete, por
la
resurrección de entre los muertos, llegará a ser Señor a quienes todos
obedecen
y a quien todo le está sometido; "Dios le escuchó, pero después de
aquella
angustia" (Heb. 5,8).
Así pues, quien "podía liberarlo de
la muerte" no lo hizo sino después
de
haberlo dejado compartir plenamente nuestra condición humana, a través del sufrimiento
y de la muerte, para indicar por donde pasa el camino de nuestra vida y de
nuestra salvación.
Padre, junto con Jesús
ponemos toda nuestra confianza en ti:
"glorifica tu nombre";
"sea santificado tu nombre".
Queremos colocarnos con Él "en la
brecha" (Eclo 45,23),
"con oraciones, súplicas, gritos y lágrimas"
e interceder por el pueblo que sufre,
por quienes no ven sentido a su
sufrimiento,
por quienes no encuentran luz en su vida,
por quienes no saben esperar cuando tu
callas.
Pueda, Señor, nuestra oración y nuestra
entrega,
unidas a las de Cristo,
ser también fuente de Amor y de vida
nueva.
Entrar en la "nueva
alianza"
Necesitamos siempre una conversión del corazón,
de lo más profundo de
nosotros
mismos, si queremos permanecer en la condición filial de Jesús, tal
y
como aparece en el evangelio de hoy. Quizá sea esta experiencia de
filiación
la más profunda y la más dolorosa que podamos vivir.
Compartir la condición filial de Jesús, en
la que hemos sido
introducidos
por el bautismo, no es perderse en vanos lamentos ante un Dios
aparentemente
mudo e incomprensible. Se trata de dar el salto de la fe para
abandonarse
con absoluta confianza entre las manos del Padre y de entregar
en
el mismo gesto la vida por los demás. Tal es el impulso único del corazón
ganado
por el amor.
El camino del discípulo y de toda
comunidad cristiana es el de la cruz.
No
podemos imaginar una fecundidad verdadera que no pase por la donación, en plena
libertad , de la propia vida.
La cruz queda así como signo que corrige
toda ilusión de una eficacia
fácil
y también todo desaliento ante la prueba, porque sabemos que, como para Jesús,
también para nosotros, en la cruz queda sellada la alianza nueva de Dios con
los hombres y de esa alianza surge el hombre plenamente libre y
totalmente
realizado.
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