16
de agosto de 2015 - XX DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO – Ciclo B
"El pan que voy a dar
es mi carne"
-Prov
9,1-6
-Sal
33
-Ef
5,15-20
-Jn
6,51-58
Juan 6,51-58
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
- Yo soy el pan vivo que ha bajado del
cielo: el que coma de este pan
vivirá
para siempre. Y el pan que yo daré‚ es mi carne, para la vida del mundo.
Disputaban entonces los judíos entre sí:
- ¿Cómo puede éste darnos a comer su
carne?
Entonces Jesús les dijo:
- Os aseguro que si no coméis la carne
del Hijo del hombre y no bebéis
su
sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene
vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida y mi sangre
es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre
habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado y yo vivo
por el Padre; del mismo modo,
el
que come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo:
no como el de vuestros padres,
que
lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.
Comentario
En la parte del discurso sobre el pan de
vida que leemos este domingo,
podemos
notar una serie de acentuaciones que provocan un clima de mayor
intensidad
y realismo en los contenidos. Al mismo tiempo crean la tensión
cristológica
y existencial que llevan al planteamiento radical del final del
discurso,
objeto de nuestra atención el domingo próximo.
Sobre la pista de ésos, que podríamos llamar,
cambios de acento en los
significados,
estamos invitados a captar el mensaje que la Palabra nos ofrece
hoy.
De la exigencia de acoger en la fe el
"pan" bajado del cielo, se pasa
a
la necesidad de comerlo en el sacramento. A partir del "pan de vida",
Jesús
pasa
a hablar explícitamente de sí mismo como "pan vivo" ("Yo soy el
pan vivo
bajado
del cielo" Jn 6,51). Su origen está en el Padre, "que vive"
(6,57).
Se
carga de un mayor realismo el verbo que indica la acogida de Jesús:
"masticar",
"triturar", para expresar la acción de comer el pan. Existe
también
un progreso en la oposición a las palabras de Jesús; de la
murmuración
se pasa a la protesta (v. 41) y luego a "discutir acaloradamente"
(v.
51).
Pero donde más gana en intensidad el discurso
es en la rápida
transición
de "comer el pan" (v. 50) a "comer la carne" (v. 51). La
identificación
de Jesús con el pan de vida se completa con la donación total
de
su persona ("carne" y "sangre") en el sacrificio de la cruz
(vv. 53-55).
No podemos ver una oposición entre el
"comer el pan" que vendría a
significar
la aceptación de la revelación de la verdadera identidad de Cristo
y
el "comer la carne" que para nosotros implicaría la participación en
la
eucaristía.
Se da más bien una progresión que el clima litúrgico de la
celebración
donde se lee la Palabra pone aún más de manifiesto.
Lo que queda bien claro es la necesidad
de entrar en esa dinámica de
comunión
("si no coméis"... "si no bebéis"... ) para "tener
vida", la misma
vida
que el Padre posee en plenitud y que a través de Jesús distribuye a
todos
los hombres.
Ese es el banquete al que somos invitados
(1¦ lectura).
"La carne del Hijo del hombre"
El término "carne" usado por
Juan en el prólogo de su evangelio (1,14)
y
en este discurso (6,51) pone en relación directa el misterio de la
eucaristía
con la encarnación. La "carne" en la mentalidad bíblica indica la
persona
completa en su aspecto de debilidad y de limitación, pero también de
comunión
y apertura a la flaqueza humana.
Cuando se habla, pues, de la "carne
del Hijo del hombre" que será
entregada
como alimento y que debe ser comida para tener vida, se está
indicando
la persona de Jesús en su plena humanidad, el Jesús de Nazaret
nacido
de María y un día clavado en la cruz. Y así como al acto de la
encarnación
siguió el tiempo de Nazaret, en el que ese misterio adquirió toda
su
amplitud al hacerse el hijo de Dios plenamente hombre mediante el
crecimiento,
al acto de su entrega en la cruz y de su resurrección gloriosa
corresponde
su permanencia en el sacramento de la eucaristía, mediante el
cual
su "cuerpo", que es la Iglesia, crece hasta la plenitud del Reino.
Podemos de este modo descubrir una correlación
entre el tiempo de
Nazaret
y el tiempo de la eucaristía, que de alguna manera encuentra una
confirmación
en un verbo usado con frecuencia en el IV evangelio y que tiene
un
gran alcance para la vida cristiana. Se trata del verbo "permanecer",
"seguir
con", "morar", que tiene una resonancia nazarena y se emplea
también
en
la página evangélica de hoy. "Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue
conmigo
y yo con él" (v. 57).
Esa presencia recíproca de Cristo y quien
come su carne y bebe su
sangre,
revela la intimidad de la relación a la que está llamado quien cree
en
Él y tiene su contrapunto en la intimidad trinitaria (Yo vivo gracias al
Padre"
v. 57). Naturalmente esa intimidad lleva consigo la permanencia, para
nosotros
los hombres, e implica la duración en el tiempo y el crecimiento
constante.
La encarnación del Verbo es ya una garantía de permanencia de Dios
entre
nosotros; los largos años de Jesús en Nazaret son signo del designio
de
Dios que quiere estar para siempre con el hombre.
El evangelio, leído desde Nazaret, nos lleva
a acentuar esos aspectos,
quizá
menos dramáticos, pero ciertamente también fundamentales para
comprender
esta página evangélica. Ellos también son importantes para nuestra
vida
cristiana de cada día donde lo que cuenta es lo que dura y se
desarrolla.
Padre santo, queremos acudir al banquete
que con tu sabiduría infinita nos has
preparado.
Tú nos ofreces en tu designio de amor,
a tu Hijo hecho hombre,
hundido en la tierra para que se
multiplique el grano
y cocido en el fuego ardiente del Espíritu,
para que todos lo puedan comer.
Nos atraes a Él para que dejemos
las aguas de las cisternas envenenadas
y bebamos el vino mejor,
lleno de la alegría del Espíritu,
que brota de su costado abierto en la
cruz.
Permanecer en Él
Muchas veces hemos reflexionado sobre las
consecuencias que tiene para
nuestra
vida la participación en la celebración eucarística. Necesitamos
pedir
fuerzas al Espíritu Santo para que la fuerte invitación que hoy
recibimos
a hacerlo de nuevo no sea vana.
"Quien come de mi carne y bebe de mi
sangre, mora en mí y yo en él" (Jn
6,51).
"Comer la carne", participar en el banquete implica, pues, esa
absorción
mutua en la que uno se hace el otro sin perder la propia identidad.
Debemos pensar nuestra participación en
la eucaristía en términos
comunitarios.
Lo que sucede en nosotros, sucede también en los demás
cristianos.
Se construye así en la eucaristía la más perfecta unidad, pues
todos
somos uno en Cristo y entre nosotros. Es el triunfo definitivo del
Espíritu
que realiza la familia de los hijos de Dios con los hombres
dispersos
y desunidos.
Permanecer en Jesús es entrar en esa vida
que el Padre posee en
plenitud,
rica de horizontes nuevos y de dinamismo inagotable, que nos
arranca
de nuestros círculos demasiado cerrados y recortados por la
desesperanza
y el pecado.
La vida eterna del cristiano adquiere un
nuevo valor cuando es vivida,
desde
Nazaret, bajo el signo de la eucaristía. Todo lo que refuerza la
unidad,
todo lo que hace familia, todo lo que colabora a la expansión de la
vida
encuentra en ella su plenitud. Así puede celebrarse como una verdadera
fiesta,
un convite en el que Dios nos da lo mejor de sí mismo y nosotros
llevamos
lo que su gracia construye poco a poco en nuestras vidas.
TB.hsf
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