sábado, 18 de agosto de 2018

Ciclo B - TO - Domingo XX


19 de agosto de 2018 - XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo B

                    "El pan que voy a dar es mi carne"

-Prov 9,1-6
-Sal 33
-Ef 5,15-20
-Jn 6,51-58

Juan 6,51-58

      En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
      - Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré‚ es mi carne, para la vida del mundo.
      Disputaban entonces los judíos entre sí:
      - ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
      Entonces Jesús les dijo:
      - Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis
su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
      Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
      El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
      El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que come vivirá por mí.
      Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres,
que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

Comentario

      En la parte del discurso sobre el pan de vida que leemos este domingo,
podemos notar una serie de acentuaciones que provocan un clima de mayor
intensidad y realismo en los contenidos. Al mismo tiempo crean la tensión
cristológica y existencial que llevan al planteamiento radical del final del
discurso, objeto de nuestra atención el domingo próximo.
      Sobre la pista de ésos, que podríamos llamar, cambios de acento en los
significados, estamos invitados a captar el mensaje que la Palabra nos ofrece
hoy.
      De la exigencia de acoger en la fe el "pan" bajado del cielo, se pasa
a la necesidad de comerlo en el sacramento. A partir del "pan de vida", Jesús
pasa a hablar explícitamente de sí mismo como "pan vivo" ("Yo soy el pan vivo
bajado del cielo" Jn 6,51). Su origen está en el Padre, "que vive" (6,57).
Se carga de un mayor realismo el verbo que indica la acogida de Jesús:
"masticar", "triturar", para expresar la acción de comer el pan. Existe
también un progreso en la oposición a las palabras de Jesús; de la
murmuración se pasa a la protesta (v. 41) y luego a "discutir acaloradamente"
(v. 51).
      Pero donde más gana en intensidad el discurso es en la rápida
transición de "comer el pan" (v. 50) a "comer la carne" (v. 51). La
identificación de Jesús con el pan de vida se completa con la donación total
de su persona ("carne" y "sangre") en el sacrificio de la cruz (vv. 53-55).
      No podemos ver una oposición entre el "comer el pan" que vendría a
significar la aceptación de la revelación de la verdadera identidad de Cristo
y el "comer la carne" que para nosotros implicaría la participación en la
eucaristía. Se da más bien una progresión que el clima litúrgico de la
celebración donde se lee la Palabra pone aún más de manifiesto.
      Lo que queda bien claro es la necesidad de entrar en esa dinámica de
comunión ("si no coméis"... "si no bebéis"... ) para "tener vida", la misma
vida que el Padre posee en plenitud y que a través de Jesús distribuye a
todos los hombres.
      Ese es el banquete al que somos invitados (1¦ lectura).

"La carne del Hijo del hombre"

      El término "carne" usado por Juan en el prólogo de su evangelio (1,14)
y en este discurso (6,51) pone en relación directa el misterio de la
eucaristía con la encarnación. La "carne" en la mentalidad bíblica indica la
persona completa en su aspecto de debilidad y de limitación, pero también de
comunión y apertura a la flaqueza humana.
      Cuando se habla, pues, de la "carne del Hijo del hombre" que será
entregada como alimento y que debe ser comida para tener vida, se está
indicando la persona de Jesús en su plena humanidad, el Jesús de Nazaret
nacido de María y un día clavado en la cruz. Y así como al acto de la
encarnación siguió el tiempo de Nazaret, en el que ese misterio adquirió toda
su amplitud al hacerse el hijo de Dios plenamente hombre mediante el
crecimiento, al acto de su entrega en la cruz y de su resurrección gloriosa
corresponde su permanencia en el sacramento de la eucaristía, mediante el
cual su "cuerpo", que es la Iglesia, crece hasta la plenitud del Reino.
      Podemos de este modo descubrir una correlación entre el tiempo de
Nazaret y el tiempo de la eucaristía, que de alguna manera encuentra una
confirmación en un verbo usado con frecuencia en el IV evangelio y que tiene
un gran alcance para la vida cristiana. Se trata del verbo "permanecer",
"seguir con", "morar", que tiene una resonancia nazarena y se emplea también
en la página evangélica de hoy. "Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue
conmigo y yo con él" (v. 57).
      Esa presencia recíproca de Cristo y quien come su carne y bebe su
sangre, revela la intimidad de la relación a la que está llamado quien cree
en Él y tiene su contrapunto en la intimidad trinitaria (Yo vivo gracias al
Padre" v. 57). Naturalmente esa intimidad lleva consigo la permanencia, para
nosotros los hombres, e implica la duración en el tiempo y el crecimiento
constante. La encarnación del Verbo es ya una garantía de permanencia de Dios
entre nosotros; los largos años de Jesús en Nazaret son signo del designio
de Dios que quiere estar para siempre con el hombre.
      El evangelio, leído desde Nazaret, nos lleva a acentuar esos aspectos,
quizá menos dramáticos, pero ciertamente también fundamentales para
comprender esta página evangélica. Ellos también son importantes para nuestra
vida cristiana de cada día donde lo que cuenta es lo que dura y se
desarrolla.

Padre santo, queremos acudir al banquete
que con tu sabiduría infinita nos has preparado.
Tú nos ofreces en tu designio de amor,
a tu Hijo hecho hombre,
hundido en la tierra para que se multiplique el grano
y cocido en el fuego ardiente del Espíritu,
para que todos lo puedan comer.
Nos atraes a Él para que dejemos
las aguas de las cisternas envenenadas
y bebamos el vino mejor,
lleno de la alegría del Espíritu,
que brota de su costado abierto en la cruz.

Permanecer en Él

      Muchas veces hemos reflexionado sobre las consecuencias que tiene para
nuestra vida la participación en la celebración eucarística. Necesitamos
pedir fuerzas al Espíritu Santo para que la fuerte invitación que hoy
recibimos a hacerlo de nuevo no sea vana.
      "Quien come de mi carne y bebe de mi sangre, mora en mí y yo en él" (Jn
6,51). "Comer la carne", participar en el banquete implica, pues, esa
absorción mutua en la que uno se hace el otro sin perder la propia identidad.
      Debemos pensar nuestra participación en la eucaristía en términos
comunitarios. Lo que sucede en nosotros, sucede también en los demás
cristianos. Se construye así en la eucaristía la más perfecta unidad, pues
todos somos uno en Cristo y entre nosotros. Es el triunfo definitivo del
Espíritu que realiza la familia de los hijos de Dios con los hombres
dispersos y desunidos.
      Permanecer en Jesús es entrar en esa vida que el Padre posee en
plenitud, rica de horizontes nuevos y de dinamismo inagotable, que nos
arranca de nuestros círculos demasiado cerrados y recortados por la
desesperanza y el pecado.
      La vida eterna del cristiano adquiere un nuevo valor cuando es vivida,
desde Nazaret, bajo el signo de la eucaristía. Todo lo que refuerza la
unidad, todo lo que hace familia, todo lo que colabora a la expansión de la
vida encuentra en ella su plenitud. Así puede celebrarse como una verdadera
fiesta, un convite en el que Dios nos da lo mejor de sí mismo y nosotros
llevamos lo que su gracia construye poco a poco en nuestras vidas.

TEODORO BERZAL.hsf



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