24 de febrero de 2019 - VII DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO – Ciclo C
“Amad a vuestros enemigos”
Lucas 6, 27-38.
Dijo
Jesús a sus discípulos: Pero a vosotros que me escucháis os digo: Amad a
vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os
maldicen, orad por los que os insultan. Al que te pegue en una mejilla,
ofrécele también la otra; y al que te quite la capa, déjale que se lleve
también tu túnica. Al que te pida algo, dáselo; y al que te quite lo que es
tuyo, no se lo reclames. Haced con los demás como queréis que los demás hagan
con vosotros. Si amáis solamente a quienes os aman, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¡Hasta los pecadores se portan así! Y si hacéis bien solamente
a quienes os hacen bien a vosotros, ¿qué tiene de extraordinario? ¡También los
pecadores se portan así! Y si dais prestado sólo a aquellos de quienes pensáis
recibir algo, ¿qué hacéis de extraordinario? ¡También los pecadores se prestan
entre sí, esperando recibir unos de otros! Amad a vuestros enemigos, y haced el
bien, y dad prestado sin esperar recibir nada a cambio. Así será grande vuestra
recompensa, y seréis hijos de Dios altísimo, que es también bondadoso con los
desagradecidos y los malos. Sed compasivos, como también vuestro Padre es
compasivo.
No juzguéis a nadie, y Dios no os juzgará a vosotros. No condenéis a nadie, y Dios no os condenará. Dad a otros, y Dios os dará a vosotros. Llenará vuestra bolsa con una medida buena, apretada, sacudida y repleta. Dios os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás.
No juzguéis a nadie, y Dios no os juzgará a vosotros. No condenéis a nadie, y Dios no os condenará. Dad a otros, y Dios os dará a vosotros. Llenará vuestra bolsa con una medida buena, apretada, sacudida y repleta. Dios os medirá con la misma medida con que vosotros midáis a los demás.
Palabra
de Dios
Comentario
Después de la introducción que leímos el domingo pasado, el evangelio de
hoy nos mete de lleno en lo que se ha dado en llamar discurso o sermón de la montaña. En la versión
de Lucas habría que llamarlo más bien discurso de la llanura, pues comienza con
estas palabras: “Al bajar con ellos, Jesús se detuvo en la llanura…” Lc 6, 17.
Forman este discurso una serie
de dichos, máximas y parábolas de Jesús en la que expresa el comportamiento que
espera de sus seguidores y, en su conjunto, describen lo que podríamos llamar
la identidad cristiana. Según Lucas, Jesús cumple así su misión de anunciar la
buena nueva a los pobres, prisioneros, ciegos y oprimidos, tal y como citando a
Isaías, había dicho en su intervención programática de Nazaret (Lc 4, 18).
La parte del discurso que leemos hoy se centra en el daño a los
enemigos, precepto que viene repetido por dos veces en pocos versículos y del
que los otros dichos pueden considerarse como casos particulares. Es de notar
precisamente el aspecto interpretativo, casi solemne, que Jesús da al mandato y
que contrasta con afirmaciones similares de algunos filósofos más tolerantes
del ambiente griego y de algunos escritores judíos de aquel tiempo. Jesús
prescribe una benevolencia activa y desinteresada con respecto a quienes se
presentan como adversarios o enemigos. Es una actitud de generosidad que
podríamos calificar de inverosímil para quien se deja guiar únicamente por los
parámetros normales de comportamiento: “los pecadores aman a los pecadores”.
Quien se pone en camino con Jesús, pasa a
un mundo de gracia conde la fuente y la razón de ser, como en último término
también el modelo, es el gesto misericordioso del Padre, que tampoco cabe en
los cálculos puramente humanos.
Ese es el "hombre nuevo" de que
habla la segunda lectura de hoy.
En Nazaret
No resulta
difícil, para quien desea meditar el evangelio desde Nazaret, trasponer las
enseñanzas que Jesús da hoy del modo imperativo al modo indicativo para
descubrir el estilo de vida que reinó en torno al "último Adán, que es
espíritu de vida" (1Co 15, 46).
Algo dicen
los Evangelios del comportamiento humilde y sereno de la Sagrada Familia
frente a los enemigos del recién nacido Mesías y de quien "buscaba al Niño
para matarlo" (Mt 2, 13). La actitud de José frente a María encinta es una
traducción viva del "no juzguéis" del evangelio de hoy. Pero sobretodo,
podemos pensar que fue en la vida de cada día, en los pequeños detalles de la
convivencia cotidiana con las otras familias de Nazaret donde Jesús, María y
José vivieron el olvido de las ofensas y esa misericordia y generosidad que
constituyen el corazón mismo del evangelio.
Cierto es
que la relación personal entre los miembros de la Familia de Nazaret, basada en
los vínculos familiares y en la fe, debió desarrollarse a unos niveles de
profundidad y de ternura que se nos escapan. Pero también ellos debieron, en
muchas ocasiones, proyectar ese amor a su alrededor y afrontar situaciones
difíciles y desagradables. "Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito
tenéis?" (Lc 6, 33).
En Nazaret
podemos decir que fue el único lugar donde el modelo del "Padre
misericordioso", que es propuesto como horizonte último de quien vive el
evangelio, encontró su plena realización humana, pues de allí salió el hombre
Dios para dar su vida por todos.
Vivir la misericordia
Es
sorprendente la divergencia de Mateo y Lucas al poner en boca de Jesús la
versión neotestamentaria del precepto "Sed santos, por que yo, el Señor,
vuestro Dios soy santo"
(Lc 10, ...). Mateo dice: "Tenéis que ser
perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto" (Mt 5, 48); Lucas:
"Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso" (Lc 6,
36).
Dejando
aparte el problema exegético, es esa misericordia divina, propuesta como modelo
último, el centro del mensaje de la Palabra en este domingo. Se trata de una
invitación que puede unificar todos los otros preceptos o normas de
comportamiento que en ella leemos. El no juzgar, el prestar sin pedir retorno,
el amor al enemigo, etc., tienen, en efecto, como centro unificador ese amor misericordioso,
característica esencial del Dios revelado por Jesús, que es al mismo tiempo
exigencia suprema para sus seguidores.
Ese es el
único modo de ser "hijos del Altísimo". Notemos que ese mismo título
"Hijo del Altísimo" es el que el ángel emplea para designar a Jesús
en el momento de la encarnación (Lc 1, 32).
Así pues,
la identificación con Cristo, el "hombre nuevo", y la filiación
divina, "ser hijos del Altísimo", se realiza existencialmente en esa
actitud de misericordia con el prójimo que se resume en la regla de oro
"tratar a los demás como uno desea ser tratado por ellos". El sumum
de la vida cristiana encuentra su correspondencia y armonía con la intuición
más sana de la sabiduría humana.
TEODORO BERZAL
hsf
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