19 de enero de 2020 - II DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Este es el cordero
de Dios"
-Is 49,3.5-6
-Sal 39
-1Co 1,1-3
-Jn 1,29-34
Juan 1,29-34
Al ver Juan a Jesús
que venia hacia él, exclamó:
-Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es
aquel
de quien yo dije: "Tras de mí
viene un hombre que está por delante de mí,
porque existe antes que yo". Yo no
lo conocía, pero he salido a bautizar con
agua, para que sea manifestado a
Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
-He contemplado el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se
posó sobre Él. Yo no lo conocía, pero
el que me envió a bautizar con agua me
dijo: aquél sobre quien veas bajar el
Espíritu y posarse sobre Él, Ése es
aquél que ha de bautizar con Espíritu
Santo.
Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que Éste es el Hijo de Dios.
Comentario
La liturgia nos invita a volver nuevamente nuestra mirada hacia el
acontecimiento del bautismo de Jesús.
Esta vez desde el evangelio de S. Juan,
que no narra directamente el hecho,
pero profundiza en su significado.
En la celebración eucarística se lee en primer lugar, como el domingo
pasado, un texto de Isaías sobre la figura
del siervo de Yavé. Esta figura
misteriosa, que tiene a la vez rasgos
individuales y colectivos, y anuncia
una personalidad que llevará consigo
el destino y la misión de todo el pue-
blo, nos habla ya a su modo de Jesús.
Será Él quien llevará a cabo, como un
nuevo Moisés, el éxodo definitivo del
nuevo pueblo de Dios. El texto de hoy
subraya además su misión universal:
"Te hago luz de las naciones, para que
mi salvación alcance hasta el confín de
la tierra" (49,6).
Esta figura del "siervo" nos ayuda a entender la expresión
central del
evangelio de hoy. Juan Bautista
señalando a Jesús, dice: "Este es el cordero
de Dios que quita el pecado del
mundo" (Jn 1,29). Recordemos además que
cuando se anuncia la "pasión"
del siervo de Yavé se lo compara con un
"cordero llevado al matadero"
(Is 53,7). Es posible que en la expresión de
Juan Bautista referida a Jesús haya una
alusión a esa mansedumbre. La alusión
sería m s explícita si la
traducción castellana diera plenamente el sentido
original del texto. Sonaría así:
"... el cordero de Dios que quita el pecado
del mundo cargándolo sobre sí".
Estaría de este modo más cerca de Is 53,11:
"Mi siervo justificará a muchos
porque cargará con los crímenes de ellos".
Pero hay también en la figura del "cordero" una referencia a
la víctima
de la Pascua. Los evangelistas en la
narración de la última cena y de la
pasión de Jesús multiplican las
alusiones al cordero inmolado, signo de la
liberación nueva y definitiva traída
por Cristo.
Y hay una tercera pista de reflexión por donde entender la exclamación
de
Juan Bautista. En el ámbito
apocalíptico (recordemos que tanto Juan Bautista
como Juan el evangelista se movían en
ese ambiente) el "cordero", manso y
desarmado, tiene una fuerza misteriosa
capaz de imponerse a sus adversarios
(Cfr. Ap. 14,10; 17,14) En este caso
hay que notar que no se trata de una
victoria sobre los enemigos, sino sobre
el mal, sobre el pecado del mundo,
y no destruyéndolo, sino cargando con
él.
El testimonio de Juan Bautista, culmen de su misión profética, consiste
precisamente en identificar a Jesús, en
reconocerlo y mostrarlo a los demás.
Pero ese testimonio sólo puede darse en
virtud de la acción del Espíritu
Santo. Juan confiesa, en efecto que
"no lo conocía", como para indicar que
el reconocimiento de la verdadera
identidad de Jesús es fruto de una revela-
ción que se acoge mediante la fe.
"Éste es"
El valor del testimonio de Juan Bautista está en el hecho de haber
descubierto bajo la apariencia humilde
de un hombre cualquiera, que se pone
en la fila de los pecadores y se somete
a un bautismo de agua, al cordero de
Dios, al Hijo de Dios. "Yo no lo
conocía, pero he salido a bautizar con agua
para que se manifieste a Israel"
(Jn 1,31).
Como en muchos otros casos de la historia de la salvación, se produce
aquí la paradoja de la revelación: Dios
se manifiesta a la vez que esconde
su gloria en la figura de uno que se
presenta sin ninguna apariencia externa,
como uno de los muchos que acudían a
escuchar al profeta y a ser bautizados
por él. Esa paradoja llegará a su
extremo en la cruz, donde la gloria de Dios
se manifestará precisamente en el
extremo fracaso.
En esa misma clave están escritos los evangelios de la infancia de
Cristo: la gloria de Dios se manifiesta
en la pobreza y en la humildad. La
serie de teofanías (= manifestaciones
de Dios) de los primeros años de la
vida de Jesús en el evangelio de Lucas
va puntualmente acompañada de otros
tantos subrayados que ponen de relieve
la pobreza y humildad de las
condiciones en que se producen. Veamos
algunas.
Como lugar donde es anunciada la venida del Hijo del Altísimo es
escogido
Nazaret, pueblo desconocido; a una
virgen, llena de gracia, que se reconoce
"sierva"; cuando nace Jesús
la gloria de Dios resplandece sobre unos
pastores. En la presentación en el
templo de quien es proclamado "Santo" y
"Salvador", luz y gloria del
pueblo, se hace sólo la ofrenda propia de los
pobres. A la afirmación insólita de
Jesús de que debe estar en la casa de su
Padre, sigue la humilde sumisión a sus
padres y el descenso a Nazaret. María
rubrica en su canto esa paradoja
constante de Dios en su modo de obrar:
"Derriba del trono a los poderosos
y exalta a los humildes; a los hambrientos
los colma de bienes y a los ricos los
despide vacíos" (Lc 1,52).
No son, pues, las apariencias externas las que pueden llevar a la fe
aceptada y confesada. En el caso de
Juan Bautista (igual que para María y
José) lo que lleva al reconocimiento
del Mesías es esa correspondencia
establecida por la acción de la gracia
entre el signo anunciado y lo que se
ve con los ojos de la carne:
"Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y
posarse sobre Él, Ése es" (Jn
1,33).
Esa experiencia inicial del testimonio que arranca de la fe será más
adelante en la Iglesia una ley
permanente. El IV evangelio asocia indisolu-
blemente el testimonio del Espíritu
Santo al de los discípulos de Jesús:
"Cuando venga el abogado que os
voy a enviar yo de parte de mi Padre, Él será
testigo en mi causa: también vosotros
sois testigos, porque habéis estado
conmigo desde el principio" (Jn
15,26-27). Al haber visto a Jesús desde el
principio debe, pues, asociarse el
haber recibido el Espíritu Santo para
poder dar testimonio de Jesús, para
poder decir: "Éste es".
Señor Jesús, en quien reposa el Espíritu
Santo,
tú eres quien nos ha liberado
cargando con nuestros pecados.
Te adoramos en esa unión tan íntima con el
Espíritu Santo
que va mucho más allá
de lo que nosotros podemos entender y decir,
pero que sabemos te marca profundamente
y revela tu identidad.
El es quien te hace Hijo frente al Padre
y quien te hace hermano y salvador nuestro.
Te pedimos ese mismo Espíritu
ya que eres tú quien bautiza en Él.
Nuestro bautismo
El mensaje de la Palabra de Dios nos invita a continuar la reflexión
sobre nuestro bautismo iniciada el
domingo pasado. Señalábamos ya dos
aspectos: el camino permanente de
conversión y la relación entre el bautismo
y la misión. Veamos hoy algunos otros
que nos ayuden a vivir ese hecho
fundacional de nuestra vida cristiana.
Típica del IV evangelio es la afirmación de que el Espíritu Santo no
sólo
bajó sobre Jesús en el momento de su
bautismo, sino que se posó y se quedó
en Él de forma permanente. Esa comunión
esencial entre Jesús y el Espíritu
Santo nos dice también algo a los que
hemos sido bautizados por Él "con
Espíritu Santo". El bautismo nos
marca con el sello indeleble del Espíritu
Santo para la vida eterna. Así pues,
nuestra vida cristiana no consiste sólo
en no hacer nada que pueda contristar
al Espíritu que vive en nosotros, sino
en dejarnos guiar por Él.
"Vosotros, en cambio, no estáis sujetos a los bajos
instintos, sino al Espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros;
y si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, ése no es cristiano" (Rom 8,9-10).
El bautismo hace, pues, también relación al pecado. No sólo en cuanto,
mediante él, el pecado original y los
pecados personales quedan perdonados,
sino en cuanto nos configura con
"el cordero de Dios que quita el pecado del
mundo". Nos compromete así en una
lucha permanente contra el mal en nosotros
mismos, en los demás, en el ambiente en
que vivimos.
Dos son los errores que podemos cometer en esta lucha. Uno consiste en
ignorar la realidad del pecado
aceptando explicaciones ideológicas que
tienden a camuflarlo o a removerlo del
inconsciente colectivo. Queriendo
desdramatizarlo todo se corre el riesgo
de negar en último término el drama
de la redención del hombre efectuada
por Cristo.
El otro error es pretender luchar desde fuera contra algo que está
dentro
de nosotros y en los demás. El
"cordero de Dios", al que hemos contemplado
hoy, señalado por Juan, nos enseña a
quitar el pecado del mundo cargando con
é. ¿Qué puede significar esto en
nuestra vida? En primer lugar saber unir
la condición del "siervo",
capaz de hacerse cercano a quien peca, a quien es
débil o se encuentra encasillado en su
orgullo. Pero también quizá la
capacidad de asumir con paz nuestros
pecados, emprendiendo una y mil veces
el camino que pasa por el sacramento de
la reconciliación y pone en la pista
de una nueva conversión.
VOLVER A NAZARET - Hno. TEODORO BERZAL
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