5 de abril de 2020 - DOMINGO DE
RAMOS EN LA PASION DEL SEÑOR - Ciclo A
"Realmente éste era
Hijo de Dios"
Isaías 50,4-7
Mi Señor me ha dado
una lengua de iniciado, para saber decir al abatido,
una palabra de aliento.
Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.
El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he
echado atrás.
Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban
mi
barba.
No oculté el rostro a insultos y salivazos.
Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso endurecí mi
rostro como pedernal, y sé que no
quedaré avergonzado.
Filipenses 2,6-11
Hermanos: Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se
despojó de su rango, y tomó la condición
de esclavo, pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre
cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso
a la muerte, y una muerte de
cruz. Por eso Dios lo levantó sobre
todo, y le concedió el ¡Nombre-sobre-
todo-nombre! de modo que al nombre de
Jesús toda rodilla se doble -en el
Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y
toda lengua proclame: ¡Jesucristo es
Señor! para gloria de Dios, Padre.
LEER
Mt 26,14 - 27,66
Comentario
Como centro de la Palabra de Dios tenemos en este domingo la lectura de
la pasión de Jesús. Esta "memoria
de la pasión" debe acompañarnos durante
toda la semana que se abre con el
Domingo de Ramos. Escuchar el relato
serenamente en la liturgia y leerlo con
atención en el silencio es el mejor
comentario que pueda hacerse.
La versión de la pasión que ofrece S. Mateo coincide casi completamente
con la de S. Marcos. Hay, sin embargo,
algunos detalles propios de Mateo que
guiarán nuestra reflexión. Esas diferencias
tienden a subrayar la ruptura con
el hebraísmo, el cumplimiento de la
Escritura, la dramaticidad de las
situaciones...
Los acontecimientos que preceden a la pasión, además de su significado
propio, crean el clima que permite
comprender en profundidad todo el proceso.
Podemos fijarnos en estos detalles. La
traición de Judas es interpretada a
la luz de una cita explícita del
profeta Zacarías en la que se concreta el
precio exacto pagado por los sumos
sacerdotes; ese precio equivalía a lo que
se había dado por el profeta (Zac
11,13) y era el precio de un esclavo. En
el relato de Mateo es en el que con más
nitidez aparece la figura del traidor
pues acentúa el contraste entre la
comunión y amistad que supone sentarse a
la misma mesa y la delación inmediatamente
posterior. En la institución de
la Eucaristía hay dos expresiones
propias de Mateo: la sangre de Jesús será
derramada "para el perdón de los
pecados" y, cuando Jesús beberá de nuevo el
fruto de la vid en el Reino del Padre
lo hará "con vosotros". En la
predicción del abandono por parte de
Pedro y los demás discípulos, Mateo cita
nuevamente a Zacarías y añade una
palabra con gran valor eclesiológico. Para
él se trata de la dispersión de las ovejas
"del rebaño".
Entrando en el relato de la pasión propiamente dicha, encontramos
también
algunos aspectos propios de Mateo.
Durante la agonía en Getsemaní, atenúa el
drama interior de Jesús. El
"terror y angustia" de Mc 14,33, son en Mateo
"tristeza y angustia". En la
oración al Padre, Jesús añade un "si es posible"
sumiso y obediente.
Durante el proceso ante las autoridades religiosas se subraya la
inocencia de Jesús y la falsedad de las
acusaciones. Puede notarse también
la correspondencia entre la pregunta de
Caifás y la confesión mesiánica de
Pedro (Mt 16,16). El proceso ante las
autoridades civiles es presentado como
particularmente inicuo, aunque forma
parte del designio de Dios. La mujer de
Pilato ve en Jesús "un hombre
justo".
En los momentos finales de la crucifixión y muerte de Jesús, Mateo se
fija sobre todo en su abandono y
soledad. Más que los otros evangelistas
insiste en el cumplimiento de la
Escritura aludiendo repetidas veces a
expresiones de los salmos.
Característica de Mateo es también la expresión
"Si eres hijo de Dios... ",
que hace eco a las palabras del tentador en el
desierto al comienzo del ministerio de
Jesús. Finalmente es propia de Mateo
la alusión a los fenómenos cósmicos que
acompañaron la muerte y sepultura de
Jesús. Parece que quiere significar con
ellos el paso de una era a otra, el
paso de la antigua a la nueva alianza.
Unus de Trinitate passus est
El misterio de Nazaret educa nuestra mirada de fe para, desde la Sagrada
Familia, contemplar la profundidad trinitaria
de Dios.
La pasión de Jesús nos revela en el punto supremo, la historia del Dios
amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Con
S. Agustín podemos decir: "Allí
estaban los tres, el Amante, el Amado y
el Amor".
Con demasiada frecuencia estamos acostumbrados a meditar la pasión
viendo
sólo a Jesús e incluso, teniendo en
cuenta su doble naturaleza, nos detenemos
casi exclusivamente en sus sufrimientos
humanos. Dejamos así de lado su
naturaleza divina que por definición, o
quizá más bien por una deformación
mental nuestra, consideramos impasible.
Deshacemos así, quizá de manera
inconsciente, la unión hipostática
realizada en la encarnación. Por eso hemos
colocado como título de esta reflexión
una expresión antiquísima de la fe
cristiana ("uno de la Trinidad ha
padecido"), que dice bien esa implicación
de toda la Trinidad en la pasión de
Cristo.
Al "abandono" que Jesús experimenta no sólo como hombre, sino
también
como Hijo, sobre todo en el momento de
Getsemaní y en la hora de la muerte,
corresponde por parte del Padre ese
acto que el Nuevo Testamento llama en
diversos lugares "entrega".
"Dios no escatimó su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros" (Rom
8,32). Es más, Dios lo ha hecho "pecado" y
"maldición" (Gal 3,13) por
nosotros. En el abandono que el Hijo siente está
del otro lado la entrega por parte del
Padre. Si el Hijo no fue escatimado,
eso aconteció para que quienes
merecíamos el castigo fuéramos salvados.
Podemos ver, pues, en el abandono del
Hijo la entrega del Padre, no sólo en
cuanto da a su propio Hijo, sino en cuanto
Él mismo se entrega y compromete
definitivamente con el hombre. Pero el
Hijo se entrega a sí mismo
voluntariamente, en perfecta sintonía
con la voluntad del Padre. "Me amó y
se entregó por mí" (Gal 2,20).
En el acontecimiento de la cruz tenemos el momento del máximo abandono,
de la máxima distancia, por así
decirlo, entre el Padre y el Hijo, y al mismo
tiempo la máxima comunión. Quien
franquea la distancia y une los extremos es
evidentemente el Espíritu Santo. Por
eso de Cristo crucificado brota la
abundancia de vida del Espíritu que
vivifica a los muertos y se derrama a
todos los hombres.
El Espíritu Santo "que sondea las profundidades de Dios" (1Co
1,11) está
en el dolor de Dios por el pecado del
hombre; está en el dolor del Padre al
entregar al Hijo para que muera a manos
de los hombres; está en la agonía,
en el abandono, en la muerte del Hijo y
desde esas situaciones, que a los
ojos de los hombres parecen absurdas y
desesperadas hace brotar el amor, un
amor que procede de una libertad total
y de una misericordia infinita. "Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su hijo
único para que tenga vida eterna y
no perezca ninguno de los que creen en
Él" (Jn 3,16).
Señor
Jesús, que te has hecho obediente
hasta
morir en la cruz por nuestros pecados,
pedimos
para nosotros ese mismo Espíritu,
que
transformó esa cadena de humillación,
de
dolor, de desprecio, de abandono que fue tu pasión
en
el sacrificio perfecto que salva al mundo.
Que
el Espíritu Santo nos introduzca,
mediante
la fe, la adoración y el compromiso
en
ese misterio inconmensurable
del
amor trinitario
para
que sepamos contemplar
la
expresión humana del dolor de Dios
manifestada
en el sufrimiento.
Por nosotros
El acontecimiento de la cruz ilumina el misterio de Dios revelándonos la
inmensidad de su amor que se manifiesta
en el sufrimiento de Cristo. Pero
proyecta también una luz definitiva
sobre el misterio del hombre.
Ante Cristo abandonado-entregado por el Padre y muerto en la cruz no
podemos ver como irremediable ninguna
situación humana, nuestra o de los
demás. Ninguna miseria, ninguna maldad,
ningún pecado es ajeno a lo que pasó
aquel día en el Calvario. Nuestro
corazón debe ser capaz de dilatarse hasta
comprender toda la extensión del mal y
del pecado que existe en el mundo,
para desde ella proclamar que la
misericordia de Dios es aún más amplia. El
recorrido que Jesús ha hecho en su
pasión por todas las miserias del hombre
nos permite lanzar ese grito de
esperanza.
Pero al mismo tiempo que la comprensión y la misericordia, debe crecer
en
nosotros el repudio más absoluto de
toda forma de pecado. Y ese repudio, en
nosotros y en los demás, debe nacer de
la contemplación del inmenso amor de
Dios que vemos manifestado en Cristo.
"No es posible comprender el mal del
pecado en toda su realidad dolorosa sin
sondear las profundidades de Dios"
(Dominum et Vivificantem, 39). Sólo
quien se hace cargo del dolor que Dios
experimenta por el pecado, puede
abrirse al misterio de la redención. "Pero
a menudo el Libro sagrado nos habla de
un Padre, que siente compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En
definitiva, este inescrutable e
indecible "dolor" de Padre
engendrará sobre todo la admirable economía del
amor redentor en Jesucristo, para que,
por medio del misterio de la piedad,
en la historia del hombre el amor pueda
revelarse más fuerte que el pecado"
(idem).
La historia del amor de Dios hacia el hombre se resume en el camino
concreto seguido por Jesús que lo
llevó, fiel a Dios y fiel al hombre, a la
cruz. Así nos indicó también la senda
que nosotros tenemos que seguir:
"Cristo sufrió por vosotros
dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas.
El no cometió pecado, ni encontraron
mentira en sus labios... El en su
persona subió nuestros pecados a la
cruz para que nosotros muramos a los
pecados y vivamos para la
honradez" (1Pe 2,23-24).
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