28 de junio de 2020 - XIII DOMINGO
DEL TIEMPO ORDINARIO - Ciclo A
"El que os recibe a vosotros, me recibe a
mí"
-2 Re 4,8-11.
14-16
-Sal 88
-Rom 6,3-4.
8-11
-Mt 10,37-42
Mateo 10,37-42
Dijo Jesús a sus apóstoles:
-El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí;
y el que quiere a su hijo o a su hija
más que a mí, no es digno de mí. El que
no toma su cruz y me sigue, no es digno
de mí. El que encuentre su vida, la
perderá, y el que pierda su vida por
mí, la encontrará. El que os recibe a
vosotros, me recibe a mí, y el que me
recibe a mí, recibe al que me ha
enviado. El que recibe a un profeta
porque es profeta, tendrá la paga de
profeta; y el que recibe a un justo
porque es justo, tendrá la paga de justo.
El que da a beber, aunque no sea más
que un vaso de agua fresca, a uno de
estos pobrecillos sólo porque es mi
discípulo, no perderá su paga, os lo
aseguro.
Comentario
El texto evangélico de hoy se sitúa como continuación del leído el
domingo pasado y nos presenta la parte
conclusiva del discurso de Jesús sobre
la misión de los apóstoles. Las dos
ideas fundamentales del texto parecen
ser: la importancia que tiene para el
apóstol la unión con Cristo y cómo
tiene que recibirlo quien acoge su
mensaje.
La referencia vital del apóstol a Cristo viene expresada con tres
antítesis en las que el mismo Jesús se
coloca como punto clave de la
comparación. A través de ellas se diría
que el Maestro propone una
reorganización de las relaciones
personales y de parentela de sus discípulos,
de manera que sepan colocar en el
centro la que deben mantener con Jesús
mismo. Frente a la importancia de esta
relación, todas las demás, incluso las
más íntimas, deben considerarse
secundarias e incluso sacrificarse si se
oponen a ella. Pero no porque la
relación con Jesús entre en competición con
ninguna de ellas, sino porque se sitúa
en un plano superior.
Las expresiones usadas en el evangelio ponen de manifiesto el valor
absoluto de lo que se elige cuando se
opta por Cristo y la radicalidad de las
exigencias que implica tal opción.
La serie de antítesis concluye siempre con un "no es digno de
mí" y acaba
con una paradoja sobre el perder-ganar
la vida. Con ella se llega al límite
de la radicalidad. Será necesario que
el discípulo de Jesús haya comprendido
y aceptado mediante la fe que sólo El
es "la vida" (Jn 14,6), para poder
poner la suya en juego en el
cumplimiento de su misión, estando seguro de
recuperarla.
La importancia de la acogida del apóstol en que se centra la segunda
parte del evangelio, viene preparada en
la liturgia de la Palabra por el
episodio de la vida de Eliseo narrado
en la 1ª. lectura. En ella podemos ver
un comentario al dicho: "El que
recibe un profeta porque es profeta, tendrá
paga de profeta". En cierto modo
también la 2ª. lectura nos introduce en esta
segunda parte del evangelio al exponer
los beneficios que proporciona la
acción del apóstol: el bautismo y la
nueva vida en Cristo.
La acogida del apóstol en su calidad de enviado desvela el misterio de
su
misión. En realidad, es al mismo Cristo
a quien se acoge al recibir al
apóstol, al profeta, al pequeño, a
cualquiera que se presenta en nombre de
Cristo. Es más, hay un segundo grado en
el envío que pone de manifiesto
también el misterio de Cristo. La
acogida del apóstol lleva consigo la del
Padre, que es quien ha enviado a Jesús.
La concatenación de las misiones deja
bien a las claras nuevamente la
importancia para el apóstol de su referencia
a la persona de Jesús.
Evidentemente la hospitalidad tiene dos
planos unidos entre sí: la
acogida de la persona del apóstol,
sobre la que Jesús había insistido
precedentemente (Mt 10,12-14), y la
escucha del mensaje de salvación de que
es portador.
Acoger a Jesús
Fue la experiencia fundamental de María y José en Nazaret. El mensaje
del
evangelio sobre la acogida nos lleva a
aquellos momentos primeros de la
existencia de Jesús en los que fue
acogido al venir a este mundo.
Jesús fue acogido en primer lugar como enviado de Dios. El evangelio así
nos lo da a entender de forma plástica
pues primero se anuncia la venida y
luego llega el enviado. La anunciación
es para María y José el momento clave
de la acogida. Las palabras del Ángel,
mensajero divino, les dan a entender
que tras el nacimiento próximo que se
anuncia existe un gran misterio. A
María se le dice: "Concebirás un
hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será
grande y será llamado Hijo del
Altísimo" (Lc 1,31-32). Y a José: "la criatura
que ha concebido viene del Espíritu
Santo" (Mt 1,20).
La fe de María y de José fue entonces la misma que Jesús pide para
acoger
a quien se presenta en su nombre, pues
Él mismo añade: "Quien me acoge a mí,
acoge a quien me ha enviado". La
acogida dispensada por María y José al Hijo
de Dios, se sitúa, sin embargo, en ese
primer estadio en el que, en la cadena
de envíos, Jesús ha sido mandado por el
Padre pero El no ha enviado aún a sus
apóstoles. Por eso la fe de María y de
José, que les lleva a acoger con amor
total al enviado del Padre, es el
paradigma de la otra acogida, la que se
debe dispensar a los enviados de Jesús
que son los apóstoles.
En el evangelio se invita, en efecto, a dar los dos pasos: recibir en el
apóstol a Jesús y en Éste al Padre que
lo envía. La función de María y de
José queda así situada en el centro del
misterio de la salvación que consiste
en el envío de Jesús efectuado por el
Padre en un momento determinado de la
historia, envío que se prolonga a lo
largo de los tiempos a través de la
Iglesia.
Jesús es acogido en Nazaret como enviado de Dios y es también acogido
como "pequeño". Es el otro
aspecto subrayado por el evangelio de hoy. Puede
ser conmovedor contemplarlo en su
desvalimiento inicial de niño recién
nacido, de pequeño necesitado de todos
los cuidados. El "sacramento" del
pobre, del pequeño, del necesitado, fue
vivido por Jesús también en primera
persona. Y fue acogido por María y José
en toda su realidad de fe y
compromiso. Sus cuidados, hasta los más
delicados y sencillos en Belén, en
Egipto, en Nazaret... deben ser una
inspiración constante para quienes en el
hoy de la historia han de esforzarse
por descubrir el rostro de Jesús en los
pobres y pequeños.
El Documento de Puebla lo ha recordado a toda la Iglesia actual con
especial intensidad: "La situación
de extrema pobreza generalizada, adquiere
en la vida real rostros muy concretos
en los que deberíamos reconocer los
rasgos sufrientes de Cristo, el Señor,
que nos cuestiona e interpela" (n.
31). La lista que ofrece a continuación
el documento mencionado es
impresionante.
Te
bendecimos, Señor Jesús,
enviado
por el Padre y venido a pedir hospitalidad
en
el hogar de María y de José.
Que
tu Espíritu Santo nos lleve
a
saberte descubrir hoy en tus enviados,
en
los pobres y pequeños.
Aumenta
nuestra fe y nuestro amor
para
que se transformen en capacidad de acogida
y
en paciencia para construir cada día
comunidades
transparentes y solidarias
donde
tu puedas ser reconocido y amado por todos.
Así
llegaremos un día también nosotros
a
ser huéspedes tuyos;
cuando
nos abras las puertas del Reino
para
decirnos: "Venid, benditos de mi Padre..."
Enviados
Existe una relación profunda entre la primera y la segunda parte del
evangelio leído hoy, que ayuda a
entender el dinamismo de la vida apostólica:
la unión a Cristo permite que el
destinatario de la acción apostólica pueda
reconocerlo y acogerlo en la persona
del enviado. El decreto Perfectae
Caritatis lo expresa de esta forma
hablando de los religiosos: "Así
impulsados por la caridad que el
Espíritu Santo difunde en sus corazones (Cfr
Rom 5,5) viven más y más para Cristo y
para su Cuerpo que es la Iglesia (Cfr
Col 1,24). Porque cuanto más
fervientemente se unan a Cristo por medio de esa
donación de sí mismos, que abarca la
vida entera, más exuberante resultará
la vida de la Iglesia y más
intensamente fecundo su apostolado". (P.C. 1).
Por eso nunca se insistirá bastante en la unión con Cristo cuando se
trata de colaborar en la obra de la
salvación. Todo el esfuerzo de
desprendimiento, que puede llegar hasta
las relaciones más profundas, debe
ser visto en esta perspectiva. El
radicalismo evangélico tiene como
explicación y razón de ser la unión con
Cristo para permitirle actuar a
través de sus enviados.
El bautismo nos introduce en esa muerte a nosotros mismo ("Hemos
muerto
con Cristo", 2ª. lectura) que nos
permite entrar en una comunión de vida cada
vez más fuerte con Cristo hasta
compartir plenamente su misterio pascual. Es
esa fuerza interior la que debe
capacitarnos para ir dando poco a poco lo que
tenemos ("un vaso de agua").
De esa forma Cristo se irá convirtiendo en el
todo de nuestra vida y quienes nos
escuchen y reciban podrán reconocerlo en
nosotros.
Se trata de un ejercicio de transparencia y sencillez que dura toda la
vida porque nuestros defectos y pecados
hacen opaca su imagen. Su realización
compromete todas las fuerzas de quien
se entrega al apostolado y unifica el
esfuerzo ascético con el esfuerzo
apostólico.
VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf
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