sábado, 5 de septiembre de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXIII

 6 de septiembre de 2020 - XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

 

                                             "Si tu hermano te ofende"

 

-Ez 33,7-9

-Sal 94

-Rom 13,8-10

-Mt 18,15-20

 

Mateo 18,15-20

 

   Dijo Jesús a sus discípulos:

   -Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso,

has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos,

para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si

no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la

comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo

que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en

la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro además que, si dos de

vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi

Padre del cielo. Porque donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí

estoy yo en medio de ellos.

                         

Comentario

 

   La liturgia propone a nuestra reflexión la última parte del capítulo 18

de Mateo en dos domingos sucesivos. Esta última parte trata del perdón de las

ofensas en un tono exhortativo. En el llamado discurso eclesial de Jesús, se

tratan diversas cuestiones que se refieren a la vida concreta de una comu-

nidad cristiana: la precedencia en la asamblea, el respeto y acogida de los

más débiles, la búsqueda de quienes se alejan, la manera de tratar a quienes

hacen un mal a la comunidad...

   El procedimiento propuesto por Jesús para corregir a quien ha cometido

una ofensa, se presenta, desde el punto de vista literario, como una

concatenación de cinco condicionales. Yendo al sentido global, se saca la

conclusión de que hay que poner todos los medios para que quien ha faltado,

reconozca su error y vuelva a la situación normal en la comunidad. Sólo en

casos extremos se puede proceder a la exclusión.

   Si nos detenemos en cada una de las fases del proceso propuesto en el

discurso, podemos descubrir también algunos valores importantes de la vida

de la comunidad que aparecen progresivamente.

   En la fase de la reprensión individual, se pone de manifiesto la

importancia de las relaciones personales y de la responsabilidad de cada uno

respecto a todo lo que afecta a la comunidad. En el texto original, muchos

manuscritos omiten el pronombre de segunda persona en la frase "si tu hermano

te ofende" apoyando la idea de que más que de una ofensa personal, se trata

de un mal causado a la comunidad.

   La fase en que hay que recurrir a testigos, recoge las prescripciones del

A. T. (Dt 19,5) y las prácticas de los grupos esenios. Incluye el principio

de la representatividad de la comunidad en algunos de sus miembros y

recomienda la discreción y prudencia en el modo de proceder.

   La última fase, en la que interviene la comunidad en asamblea, es la más

solemne y pone de relieve el peso que tiene el cuerpo entero reunido.

   Esta importancia de la comunidad viene subrayada por las dos sentencias

que siguen en el texto evangélico. En la primera, Jesús parece atribuir a la

comunidad reunida los mismos poderes que había atribuido poco antes a Pedro:

"Todo lo que atéis en la tierra..."

   La otra expresión da la razón teológica de la importancia que tiene la

reunión comunitaria: Cristo está en medio de los hermanos reunidos en su

nombre. Y esto aun el caso de gran exigüidad de número. Esta presencia de

Cristo es la que constituye a la Iglesia en cuanto tal en sus dimensiones

fundamentales: la relación con Dios en la oración y la construcción de un

grupo de personas reconciliadas, signo de una reconciliación más amplia, la

que Dios ofrece a todos los hombres.

 

"Donde están dos o tres"

 

   Acabamos de decir que lo que cualifica a la comunidad cristiana es la

presencia de Cristo en medio de ella y no tanto el número de sus componentes

o la legitimidad formal de la asamblea. La familia de Nazaret se presenta así

nuevamente a nuestros ojos como la comunidad que goza, en el sentido más

fuerte, intenso, tangible y duradero, de la presencia de Jesús. Puede, pues,

presentarse como la comunidad tipo, como aquélla que mejor realiza el ideal

de comunidad descrita en el evangelio.

   La familia de Nazaret es una comunidad reunida en nombre de Cristo. En

primer lugar porque ha sido constituida por Dios, con el libre consentimiento

de María y de José, para acoger a Jesús. Pero también porque éste ocupaba el

centro y era el punto de referencia constante de las preocupaciones y

proyectos de María y de José.

   Las palabras del evangelio de Mateo, puestas en boca de Jesús, sobre su

presencia en medio de dos o tres de sus discípulos, respiran ya un aire

postpascual; se refieren a una presencia que ya no es física sino en el

Espíritu Santo. Es un modo de presencia al que también se refiere San Pablo

con estas palabras: "Reunidos vosotros, y yo en espíritu, en nombre de

nuestro Señor Jesús, con el poder de nuestro Señor Jesús, entregad ese

individuo a Satanás" (1Co 5,4). Lo que crea la fuerza de la comunidad es la

referencia al nombre de Jesús, es decir, en el lenguaje de la Biblia, a su

persona. Y esto en el sentido más fuerte y denso que puede tener la presencia

divina entre los hombres. Como cuando leemos en el libro del Exodo: "En los

lugares donde pronuncie mi nombre, bajaré a ti y te bendeciré" (20,24).

   La Iglesia necesita su referencia a la familia de Nazaret como necesita

la referencia a la comunidad constituida por los apóstoles con Jesús, para

descubrir su rostro verdadero. Y no se trata ciertamente de la imagen

plástica del grupo reunido con Jesús que ayuda a la imaginación, sino de esa

vinculación que se establece con Él por medio de la fe y que es la única

fuente de cohesión y de fuerza espiritual.

   Meditando las palabras del evangelio - "donde dos o tres" - a la luz del

misterio de Nazaret, surge espontáneamente la reflexión sobre la exigüidad

del número de los miembros de la comunidad. En Nazaret, todo está reducido,

por así decirlo, al mínimo indispensable. Vendrá luego la comunidad

pentecostal y las grandes asambleas de todos los tiempos. De Nazaret quedará 

siempre el gusto por lo pequeño, por lo mínimo. Estableciendo así un nexo con

todas las realidades minúsculas de la presencia de la Iglesia (empezando por

la familia "Iglesia doméstica"); con todas esas comunidades pequeñas donde

falta casi todo, donde se vive en el límite mismo entre la existencia y no

existencia de una comunidad; donde, sin embargo, la presencia de Cristo da

esa calidad nueva y esa fuerza que va más allá de la debilidad humana y que

ningún número de personas puede suplir.

 

Te bendecimos, Padre, por tu bondad,

porque tú eres misericordioso

y paciente con todos.

Danos ese Espíritu que procede de ti

y que lleva a olvidar las ofensas recibidas,

a tender la mano a quien está caído,

a no pasar de largo ante quien

necesita nuestra comprensión.

Enséñanos a saber construir la comunidad,

sobre todo en las circunstancias difíciles,

cuando reina el descontento

y cuando el pecado nos divide.

Danos la misma actitud de Jesús

que supo entregar su vida

para reunir a tus hijos que estaban dispersos.

 

Responsabilidad comunitaria

 

   De la Palabra de Dios recibimos hoy un fuerte impulso para construir la

que llamamos nuestra comunidad, pero también todas las comunidades de las que

por uno u otro motivo formamos parte.

   Punto clave para construir la comunidad es esa responsabilidad compartida

que lleva a la solidaridad, a hacerse cargo los unos de los otros. Podemos

llamarla responsabilidad comunitaria.

   Esa responsabilidad se ejerce de muchas maneras; el evangelio de hoy nos

lleva a tomar en consideración una de ellas: la corrección fraterna ("Si tu

hermano peca...") El ejercicio de la corrección fraterna lleva consigo por

parte de quien la practica algunas cualidades que son esenciales a la vida

cristiana.

   En primer lugar la comprensión hacia quien falta, que proviene de una

actitud de misericordia y de reconciliación. Pero se requiere igualmente

valentía para expresarse con claridad y para sobreponerse a falsas

consideraciones de respeto al otro. Quien corrige o llama la atención al otro

en algo que le parece mal, necesita además una buena dosis de sabiduría para

elegir el momento oportuno de hacerlo y las palabras adecuadas, de modo que

se facilite el camino de retorno de quien con su conducta se ha alejado de

la comunidad.

   Pero hemos de considerar que todos nosotros nos encontramos también

muchas veces de la parte de quien necesita ser corregido. Y también en ese

caso son necesarias algunas actitudes importantes. Está en primer lugar la

humildad para recibir las advertencias que se nos hacen. La Escritura pone

bien claramente las dos posturas posibles por parte de quien recibe la

corrección: "No reprendas al cínico, pues te aborrecerá, reprende al sensato,

que te lo agradecerá" (Prov 9,8). "El hombre perverso rechaza la corrección

y acomoda la ley a su conveniencia" (Eclo 32,17).

   En uno u otro caso, sólo el amor fraterno, que lleva a estimar al prójimo

como a uno mismo, debe regular nuestra conducta. A propósito de la corrección

fraterna ha escrito San Agustín: "Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla

por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si

perdonas, perdona por amor. Está en ti la raíz del amor, pues de esta raíz

sólo puede brotar el bien".

 

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

 

 

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