6 de septiembre de 2020 - XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A
"Si tu hermano te ofende"
-Ez 33,7-9
-Sal 94
-Rom 13,8-10
-Mt 18,15-20
Mateo 18,15-20
Dijo Jesús a sus
discípulos:
-Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso,
has salvado a tu hermano. Si no te hace
caso, llama a otro o a otros dos,
para que todo el asunto quede
confirmado por boca de dos o tres testigos. Si
no les hace caso, díselo a la
comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la
comunidad, considéralo como un pagano o
un publicano. Os aseguro que todo lo
que atéis en la tierra quedará atado en
el cielo, y todo lo que desatéis en
la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro además que, si dos de
vosotros se ponen de acuerdo en la
tierra para pedir algo, se lo dará mi
Padre del cielo. Porque donde dos o
tres estén reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos.
Comentario
La liturgia propone a nuestra reflexión la última parte del capítulo 18
de Mateo en dos domingos sucesivos.
Esta última parte trata del perdón de las
ofensas en un tono exhortativo. En el
llamado discurso eclesial de Jesús, se
tratan diversas cuestiones que se
refieren a la vida concreta de una comu-
nidad cristiana: la precedencia en la
asamblea, el respeto y acogida de los
más débiles, la búsqueda de quienes se
alejan, la manera de tratar a quienes
hacen un mal a la comunidad...
El procedimiento propuesto por Jesús para corregir a quien ha cometido
una ofensa, se presenta, desde el punto
de vista literario, como una
concatenación de cinco condicionales.
Yendo al sentido global, se saca la
conclusión de que hay que poner todos
los medios para que quien ha faltado,
reconozca su error y vuelva a la
situación normal en la comunidad. Sólo en
casos extremos se puede proceder a la
exclusión.
Si nos detenemos en cada una de las fases del proceso propuesto en el
discurso, podemos descubrir también
algunos valores importantes de la vida
de la comunidad que aparecen
progresivamente.
En la fase de la reprensión individual, se pone de manifiesto la
importancia de las relaciones
personales y de la responsabilidad de cada uno
respecto a todo lo que afecta a la
comunidad. En el texto original, muchos
manuscritos omiten el pronombre de
segunda persona en la frase "si tu hermano
te ofende" apoyando la idea de que
más que de una ofensa personal, se trata
de un mal causado a la comunidad.
La fase en que hay que recurrir a testigos, recoge las prescripciones
del
A. T. (Dt 19,5) y las prácticas de los
grupos esenios. Incluye el principio
de la representatividad de la comunidad
en algunos de sus miembros y
recomienda la discreción y prudencia en
el modo de proceder.
La última fase, en la que interviene la comunidad en asamblea, es la más
solemne y pone de relieve el peso que
tiene el cuerpo entero reunido.
Esta importancia de la comunidad viene subrayada por las dos sentencias
que siguen en el texto evangélico. En
la primera, Jesús parece atribuir a la
comunidad reunida los mismos poderes
que había atribuido poco antes a Pedro:
"Todo lo que atéis en la
tierra..."
La otra expresión da la razón teológica de la importancia que tiene la
reunión comunitaria: Cristo está en
medio de los hermanos reunidos en su
nombre. Y esto aun el caso de gran
exigüidad de número. Esta presencia de
Cristo es la que constituye a la
Iglesia en cuanto tal en sus dimensiones
fundamentales: la relación con Dios en
la oración y la construcción de un
grupo de personas reconciliadas, signo
de una reconciliación más amplia, la
que Dios ofrece a todos los hombres.
"Donde están dos o tres"
Acabamos de decir que lo que cualifica a la comunidad cristiana es la
presencia de Cristo en medio de ella y
no tanto el número de sus componentes
o la legitimidad formal de la asamblea.
La familia de Nazaret se presenta así
nuevamente a nuestros ojos como la
comunidad que goza, en el sentido más
fuerte, intenso, tangible y duradero,
de la presencia de Jesús. Puede, pues,
presentarse como la comunidad tipo,
como aquélla que mejor realiza el ideal
de comunidad descrita en el evangelio.
La familia de Nazaret es una comunidad reunida en nombre de Cristo. En
primer lugar porque ha sido constituida
por Dios, con el libre consentimiento
de María y de José, para acoger a
Jesús. Pero también porque éste ocupaba el
centro y era el punto de referencia
constante de las preocupaciones y
proyectos de María y de José.
Las palabras del evangelio de Mateo, puestas en boca de Jesús, sobre su
presencia en medio de dos o tres de sus
discípulos, respiran ya un aire
postpascual; se refieren a una
presencia que ya no es física sino en el
Espíritu Santo. Es un modo de presencia
al que también se refiere San Pablo
con estas palabras: "Reunidos
vosotros, y yo en espíritu, en nombre de
nuestro Señor Jesús, con el poder de
nuestro Señor Jesús, entregad ese
individuo a Satanás" (1Co 5,4). Lo
que crea la fuerza de la comunidad es la
referencia al nombre de Jesús, es
decir, en el lenguaje de la Biblia, a su
persona. Y esto en el sentido más
fuerte y denso que puede tener la presencia
divina entre los hombres. Como cuando
leemos en el libro del Exodo: "En los
lugares donde pronuncie mi nombre,
bajaré a ti y te bendeciré" (20,24).
La Iglesia necesita su referencia a la familia de Nazaret como necesita
la referencia a la comunidad
constituida por los apóstoles con Jesús, para
descubrir su rostro verdadero. Y no se
trata ciertamente de la imagen
plástica del grupo reunido con Jesús
que ayuda a la imaginación, sino de esa
vinculación que se establece con Él por
medio de la fe y que es la única
fuente de cohesión y de fuerza
espiritual.
Meditando las palabras del evangelio - "donde dos o tres" - a
la luz del
misterio de Nazaret, surge espontáneamente
la reflexión sobre la exigüidad
del número de los miembros de la
comunidad. En Nazaret, todo está reducido,
por así decirlo, al mínimo
indispensable. Vendrá luego la comunidad
pentecostal y las grandes asambleas de
todos los tiempos. De Nazaret quedará
siempre el gusto por lo pequeño, por lo
mínimo. Estableciendo así un nexo con
todas las realidades minúsculas de la
presencia de la Iglesia (empezando por
la familia "Iglesia
doméstica"); con todas esas comunidades pequeñas donde
falta casi todo, donde se vive en el
límite mismo entre la existencia y no
existencia de una comunidad; donde, sin
embargo, la presencia de Cristo da
esa calidad nueva y esa fuerza que va
más allá de la debilidad humana y que
ningún número de personas puede suplir.
Te
bendecimos, Padre, por tu bondad,
porque
tú eres misericordioso
y
paciente con todos.
Danos
ese Espíritu que procede de ti
y
que lleva a olvidar las ofensas recibidas,
a
tender la mano a quien está caído,
a
no pasar de largo ante quien
necesita
nuestra comprensión.
Enséñanos
a saber construir la comunidad,
sobre
todo en las circunstancias difíciles,
cuando
reina el descontento
y
cuando el pecado nos divide.
Danos
la misma actitud de Jesús
que
supo entregar su vida
para
reunir a tus hijos que estaban dispersos.
Responsabilidad comunitaria
De la Palabra de Dios recibimos hoy un fuerte impulso para construir la
que llamamos nuestra comunidad, pero
también todas las comunidades de las que
por uno u otro motivo formamos parte.
Punto clave para construir la comunidad es esa responsabilidad
compartida
que lleva a la solidaridad, a hacerse
cargo los unos de los otros. Podemos
llamarla responsabilidad comunitaria.
Esa responsabilidad se ejerce de muchas maneras; el evangelio de hoy nos
lleva a tomar en consideración una de
ellas: la corrección fraterna ("Si tu
hermano peca...") El ejercicio de
la corrección fraterna lleva consigo por
parte de quien la practica algunas
cualidades que son esenciales a la vida
cristiana.
En primer lugar la comprensión hacia quien falta, que proviene de una
actitud de misericordia y de
reconciliación. Pero se requiere igualmente
valentía para expresarse con claridad y
para sobreponerse a falsas
consideraciones de respeto al otro.
Quien corrige o llama la atención al otro
en algo que le parece mal, necesita
además una buena dosis de sabiduría para
elegir el momento oportuno de hacerlo y
las palabras adecuadas, de modo que
se facilite el camino de retorno de
quien con su conducta se ha alejado de
la comunidad.
Pero hemos de considerar que todos nosotros nos encontramos también
muchas veces de la parte de quien
necesita ser corregido. Y también en ese
caso son necesarias algunas actitudes
importantes. Está en primer lugar la
humildad para recibir las advertencias
que se nos hacen. La Escritura pone
bien claramente las dos posturas
posibles por parte de quien recibe la
corrección: "No reprendas al
cínico, pues te aborrecerá, reprende al sensato,
que te lo agradecerá" (Prov 9,8).
"El hombre perverso rechaza la corrección
y acomoda la ley a su
conveniencia" (Eclo 32,17).
En uno u otro caso, sólo el amor fraterno, que lleva a estimar al
prójimo
como a uno mismo, debe regular nuestra
conducta. A propósito de la corrección
fraterna ha escrito San Agustín:
"Ama y haz lo que quieras. Si callas, calla
por amor; si hablas, habla por amor; si
corriges, corrige por amor; si
perdonas, perdona por amor. Está en ti
la raíz del amor, pues de esta raíz
sólo puede brotar el bien".
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