sábado, 26 de septiembre de 2020

Ciclo A - TO - Domingo XXVI

 27 de septiembre de 2020 - XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo A

 

                                                  "Se arrepintió y fue"

 

-Ez 18,25-28

-Sal 24

-Fil 2,1-11

-Mt 21,28-32

 

Mateo 21,28-32

 

   Dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

   -¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le

dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña". El contestó: "No quiero". Pero

después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le

contestó: "Voy, señor". Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el

padre?

   Contestaron:

   -El primero.

   Jesús les dijo:

   -Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera

en el camino del Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el

camino de la justicia y no le creísteis; en cambio los publicanos y las

prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepen-

tisteis ni le creísteis.

 

Comentario

 

   La parábola de los dos hijos que leemos en el evangelio de hoy sigue a la

controversia de Jesús sobre su autoridad con los responsables religiosos del

pueblo judío. Es una parábola propia de Mateo y, situada después de la

entrada mesiánica en Jerusalén y la purificación del templo, tiene una

función de ruptura con las autoridades judías. La respuesta de Jesús a

quienes le preguntaban ¿con qué autoridad cumplía aquellos gestos? comprende

en el evangelio dos partes: la parábola y su explicación.

   La parábola se abre con una pregunta retórica (¿Qué os parece?) que

sirve para relacionarla con el párrafo anterior y al mismo tiempo para

implicar a los oyentes en la explicación.

   El fuerte contraste entre el comportamiento de los dos hijos, reducido en

el relato evangélico a los rasgos esenciales, refleja de forma esquemática

los dos grupos principales de quienes hasta entonces habían escuchado a Jesús

y lo habían seguido y, desde una perspectiva más amplia, los dos componentes

fundamentales de la sociedad judía de su tiempo.

   Viene en primer lugar el hijo que da una respuesta negativa, pero después

se arrepiente, se convierte, dice literalmente el texto. En el polo opuesto

está el otro hijo que llama al padre "señor", tratándole con la debida

reverencia y respeto, considerándolo digno de ser escuchado y a quien se debe

responder con educación. Pero después, en la práctica, no existe concordancia

entre lo que se dice y lo que se hace.

   Ante el padre de la parábola, que representa a Dios, última garantía de

verdad, en el primer hijo están representados quienes no tienen en cuenta las

prescripciones de la ley de Moisés y pertenecen, en un primer momento, a la

categoría de los "pecadores". En el segundo hijo están representados los

observantes de la ley, los que son fieles a las prescripciones de la

religión, los justos. El punto clave está, sin embargo, en el hecho de que,

ante el anuncio del Reino efectuado primero por Juan y luego por Jesús,

fueron los primeros los que se convirtieron y no los segundos.

   A través de la parábola y su explicación evangélica se desplaza así el

problema desde la legitimidad y autenticidad del mensajero (autoridad de Juan

o de Jesús) hacia la acogida efectiva que se da a su mensaje. O si se quiere,

más en general, teniendo también en cuenta lo que se dice en la 1ª. lectura,

la cuestión de fondo es dar una respuesta personal y responsable a Dios, que

nos interpela y nos pide recapacitar y convertirnos a su voluntad para vivir

verdaderamente.

 

Obediencia de la fe

 

   La parábola evangélica pone de manifiesto una de las dimensiones

esenciales del misterio de Nazaret, que podemos sintetizar con la expresión:

obediencia de la fe. Fue ese, en efecto el camino que María y José siguieron.

   Muchos judíos contemporáneos suyos, y en particular los fariseos,

esperaban que la venida del Mesías supondría una confirmación de la situación

existente. Es decir, de un lado, ellos, los justos, el pueblo elegido, el

hijo que había dicho sí a su Señor... Del otro, los pecadores, los paganos,

los demás pueblos, que hasta entonces habían dado a Dios una respuesta

negativa. Pero la venida del Mesías rompió totalmente ese esquema, y María

y José, como todos los auténticamente creyentes, lo habían entendido así

desde el principio.

   Ellos comprendieron que de poco sirve ser de la casa de David, ser hijos

de Abrahán o apelar a los privilegios del pasado. Lo importante es la actitud

personal ante Dios. En realidad, Éste puede sacar hijos de Abrahán incluso de

las piedras, es decir, de los pecadores más insensibles. Lo que cuenta es,

en el momento definitivo, cuando se escucha la llamada de la fe, dar un sí

a Dios sin condiciones.

   Pero el mensaje evangélico ilumina hoy sobre todo la importancia que

tiene la respuesta concreta, la que se da con la vida y no tanto con las

palabras. Entramos así de lleno en el tema de la obediencia de la fe que

tanto brilla en Nazaret.

   Más allá del contraste entre el decir y el hacer, está el que se produce

entre la incredulidad y la fe. La obediencia de la fe traduce esa armonía

profunda entre la aceptación de lo que Dios propone y la transformación de

la propia vida hasta hacerla coincidir con su voluntad.

   Por una parte la obediencia no es posible si antes la fe no descubre en

qué consiste la llamada de Dios, que se manifiesta normalmente a través de

sus mensajeros; por eso la fe debe preceder a la obediencia. Por otra parte,

la fe que no acaba en el cumplimiento de la voluntad de Dios con actos

concretos, es vana, pura ilusión. De algún modo el actuar del creyente es

interpretación de su fe.

   Y eso fue en realidad la existencia de la Sagrada Familia en Nazaret: una

traducción coherente durante largos años del sí dado a Dios al comienzo.

Jesús, María y José mantuvieron siempre la actitud profunda de humildad que

los llevó a vivir como una familia cualquiera, pasando por una de tantas. Ese

es el camino que más tarde llevó a Jesús a la humillación de la cruz y al

triunfo de la resurrección.

 

Padre, te bendecimos porque tú conoces lo más íntimo

de nuestro corazón,

y porque nos has dado la libertad

de responder a lo que nos mandas.

Tú ofreces a todos la salvación

y a todos pides el paso necesario de la conversión

para entrar en el Reino.

Danos el Espíritu Santo

que cree en nosotros esa armonía profunda

entre lo que te decimos en la oración

y lo que hacemos en nuestra vida.

Enséñanos el camino de la verdad y de la humildad

que siguió Jesús.

 

Hágase tu voluntad

 

   Las lecturas de hoy tienen un sentido mirando no sólo al momento inicial

del anuncio del Reino, que se traduce en la aceptación de la salvación y la

consiguiente conversión. Si las meditamos bien, se refieren también al

momento actual de nuestra vida de cada día. Hay en ellas efectivamente una

llamada a buscar cuáles son las motivaciones profundas y auténticas de

nuestro obrar, a ser coherentes con lo que decimos creer.

   En la vida cristiana, para que se dé un crecimiento constante y sano, la

primera condición es la constante búsqueda de claridad, de autenticidad. La

erradicación de la hipocresía es una labor de toda la vida. Si no estamos

atentos, constantemente tienden a colársenos motivaciones falsas en lo que

hacemos, podemos aparentar estar diciendo sí a Dios cuando en realidad

estamos tratando de realizar nuestra voluntad o los deseos de otros.

   Para eliminar esa falsedad interior, que vicia la raíz de toda vida

cristiana, se necesita una atención constante sobre el propio obrar y sobre

las motivaciones que nos llevan a la acción. "Quien obra la verdad viene a

la luz" (Jn 3,21).

   La principal preocupación del cristiano pasa a ser en este campo un

esfuerzo de discernimiento de la voluntad de Dios: presentarnos ante el Padre

para que nos mande a su viña. Y esto de manera constante y sistemática,

tratando de adherirnos a lo que creemos ser su voluntad. Esto comporta una

apertura de todo nuestro ser en la oración, pero también el deseo de

interpretar los signos y de descubrir en las mediaciones concretas que se nos

van presentando cada día, ese rostro personal y vivo del Padre que envía. En

eso consiste la rectitud del corazón, la claridad interior, imprescindible

para todo progreso espiritual.

   Existirá siempre una distancia entre lo que descubrimos ser la voluntad

de Dios y lo que hacemos. Lo importante es mantenernos siempre en esa actitud

de atención a su palabra y de prontitud en el cumplimiento de lo que nos

pide, convencidos como debemos estar que en la voluntad de Dios está nuestro

bien, nuestra salvación y la del mundo.

 

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

 

 

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