27 de diciembre de 2020 – TIEMPO DE NAVIDAD
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESUS, MARIA Y JOSE
"Su padre y su madre estaban admirados
por lo que se decía del niño"
-Gen 15,1-6; 21,1-3
-Sal 104
-Heb 11,8-12,17-19
-Lc 2,22-40
Lucas 2,22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de
Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén,
para presentarlo al Señor (de acuerdo
con lo escrito en la ley del Señor:
"Todo primogénito varón será consagrado
al Señor") y para entregar la
oblación (como dice la ley del Señor: "un par
de tórtolas o dos pichones").
Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre honrado
y piadoso, que aguardaba el Consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo moraba
en él. Había recibido un oráculo del
Espíritu Santo: que no vería la muerte
antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado
por el Espíritu Santo, fue al
templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con Él lo
previsto por la ley), Simeón lo tomó en
brazos y bendijo a Dios diciendo:
Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz;
porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante
todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu
pueblo, Israel.
Comentario
En la fiesta de la Sagrada Familia, la Iglesia nos propone en las
lecturas una amplia meditación sobre la
familia: la familia como lugar de las
más profundas relaciones humanas
(paternidad, maternidad, filiación), como
uno de los ámbitos donde se realiza la
condición humana (vejez y juventud,
fecundidad y esterilidad) y, sobre
todo, como medio donde vivir la fe.
En las tres lecturas el personaje central es el hijo: el hijo Isaac,
símbolo de la fidelidad de Dios y de la
confianza total de Abrahán y Sara,
el hijo Jesús, "luz de las
gentes" y "gloria de Israel".
Desde nuestro punto de vista cristiano, podemos componer un cuadro que
nos ayude a profundizar el mensaje
central que nos ofrece hoy la Palabra de
Dios.
Situemos en el fondo Abrahán y Sara, animados por una fe inquebrantable
en la promesa de Dios, una fe que vence
las dificultades objetivas para tener
una descendencia, pues se fían del
"Dios que es capaz de resucitar a los
muertos": ambos llevan ya los
signos de la muerte en sus cuerpos, muerte de
Isaac en el sacrificio.
Pongamos más adelante Simeón y Ana, llenos de esperanza en la venida
del Mesías. Cada uno ha vivido una
experiencia, pero ambos comparten esa
apertura a Dios y a los signos del
presente que dan sentido a su larga
espera. Ambos son así, para nosotros,
profetas, pues están llenos del
Espíritu Santo y saben ver la presencia
del Señor en el niño que tienen
delante.
Y en primer plano coloquemos a María y José presentando a Jesús. Ellos
van a cumplir "lo previsto por la
ley", pero sorprendentemente se les anuncia
que el niño que llevan es el
"Salvador", es la luz de todos los pueblos y
hablan de Él "a todos los que
esperaban la liberación de Jerusalén". Esta
confirmación externa de lo que a ellos
se les había anunciado debió
sorprenderlos y llevarlos a vivir de
otro modo el gesto ritual de la
presentación del niño en el templo.
Aquel primogénito era verdaderamente el
"consagrado por Dios", es
decir, el Mesías. El es el punto de contradicción,
"la bandera discutida" ante
la que todos tendrán que tomar postura. Y en este
movimiento de adhesión o de ruptura,
que lleva consigo la redención, ellos
también se ven implicados nuevamente en
primera persona.
Se volvieron a Nazaret
Como en el día solemne de la presentación, Jesús siguió siendo siempre
el centro de la familia de Nazaret. La
actitud oblativa de María y de José
(vista en el trasfondo de la fe de
Abrahán) iría creciendo de día en día.
Los hechos de los comienzos no pudieron ser para María y José un
recuerdo episódico, una anécdota de la
infancia de su hijo, sino la
revelación del verdadero rostro de
aquél con quien se codeaban cada día.
Aquél que daba sentido a su vida no en
la prolongación de una descendencia,
de una herencia, de un apellido según
la carne, sino (y aquí vemos de nuevo
en contraluz la fe de Abrahán y Sara)
la descendencia según la fe, es decir
el heredero de todos los hombres y el
salvador de todos los hombres.
Las palabras de Simeón no habían sido, pues, fruto de los sueños de un
viejo desocupado, ni la propaganda de
Ana expresión de una anciana que no
puede dominar su lengua.
Los espacios de futuro, de universalidad, la verdadera grandeza que
tales acontecimientos y palabras habían
creado en el corazón de María y de
José, estaban ahí, mientras el muchacho
"crecía y se robustecía y adelantaba
en saber". Es lo que constituye el
misterio de Nazaret.
Bendito
seas, Padre,
porque
a través de la fe de Abrahán y de Sara,
de
Simeón y de Ana,
de
María y José
nos
has dado el conocimiento de tu Hijo.
Nosotros
hoy, herederos de la misma promesa,
queremos
darte la misma confianza
que
ellos te dieron,
para
que tú puedas, por medio de Cristo,
seguir
siendo la luz y vida del mundo.
Forma
tú, Padre, con el Espíritu Santo,
la
gran familia de tus hijos
entorno
a tu Hijo primogénito.
Nuestras familias
Aunque distantes en el tiempo y en la cultura de la familia de Nazaret,
nuestras familias y comunidades, pueden
encontrar en ella fuerza y estímulo
para crecer en la fe y en el amor. Las
lecturas de hoy nos sugieren algunos
puntos importantes en el camino de
evangelización de la familia.
Ante todo hay que saber dejarse educar por Dios. Saber descubrirlo en
el nacimiento y en la muerte, en los
acontecimientos de gozo y dolor que
jalonan la vida familiar. Darle el
protagonismo de guía y educador a través
de una fe que lo acoge en la oración y
de un amor que opta por cumplir sus
mandamientos en lo concreto de la vida.
Saber abrirse a la novedad, a
los signos de vida y esperanza. El núcleo
familiar y comunitario necesita
identificarse y crecer en relación con los
demás, en apertura y diálogo, para
enriquecerse con lo que viene de fuera,
con lo que viene del futuro. Todo ello,
naturalmente, sin renunciar a la
propia memoria e identidad.
La familia de Nazaret, como nuestras familias y comunidades, fue ante
todo un conjunto de personas animadas
por la fe. Como ella nuestras familias
pueden encontrar su unión y su fuerza
en la participación en el amor de Dios,
si Cristo es su centro y su luz.
VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf
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