sábado, 26 de diciembre de 2020

Ciclo B - Sagrada Familia

 27 de diciembre de 2020 – TIEMPO DE NAVIDAD

 

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESUS, MARIA Y JOSE

 

   "Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño"

 

-Gen 15,1-6; 21,1-3

-Sal 104

-Heb 11,8-12,17-19

-Lc 2,22-40

 

Lucas 2,22-40

 

      Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de

Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor (de acuerdo

con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado

al Señor") y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor: "un par

de tórtolas o dos pichones").

      Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado

y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba

en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte

antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu Santo, fue al

templo.

      Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con Él lo

previsto por la ley), Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

 

      Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz;

      porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante

      todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu

      pueblo, Israel.

 

Comentario

 

      En la fiesta de la Sagrada Familia, la Iglesia nos propone en las

lecturas una amplia meditación sobre la familia: la familia como lugar de las

más profundas relaciones humanas (paternidad, maternidad, filiación), como

uno de los ámbitos donde se realiza la condición humana (vejez y juventud,

fecundidad y esterilidad) y, sobre todo, como medio donde vivir la fe.

      En las tres lecturas el personaje central es el hijo: el hijo Isaac,

símbolo de la fidelidad de Dios y de la confianza total de Abrahán y Sara,

el hijo Jesús, "luz de las gentes" y "gloria de Israel".

      Desde nuestro punto de vista cristiano, podemos componer un cuadro que

nos ayude a profundizar el mensaje central que nos ofrece hoy la Palabra de

Dios.

      Situemos en el fondo Abrahán y Sara, animados por una fe inquebrantable

en la promesa de Dios, una fe que vence las dificultades objetivas para tener

una descendencia, pues se fían del "Dios que es capaz de resucitar a los

muertos": ambos llevan ya los signos de la muerte en sus cuerpos, muerte de

Isaac en el sacrificio.

      Pongamos más adelante Simeón y Ana, llenos de esperanza en la venida

del Mesías. Cada uno ha vivido una experiencia, pero ambos comparten esa

apertura a Dios y a los signos del presente que dan sentido a su larga

espera. Ambos son así, para nosotros, profetas, pues están llenos del

Espíritu Santo y saben ver la presencia del Señor en el niño que tienen

delante.

      Y en primer plano coloquemos a María y José presentando a Jesús. Ellos

van a cumplir "lo previsto por la ley", pero sorprendentemente se les anuncia

que el niño que llevan es el "Salvador", es la luz de todos los pueblos y

hablan de Él "a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén". Esta

confirmación externa de lo que a ellos se les había anunciado debió

sorprenderlos y llevarlos a vivir de otro modo el gesto ritual de la

presentación del niño en el templo. Aquel primogénito era verdaderamente el

"consagrado por Dios", es decir, el Mesías. El es el punto de contradicción,

"la bandera discutida" ante la que todos tendrán que tomar postura. Y en este

movimiento de adhesión o de ruptura, que lleva consigo la redención, ellos

también se ven implicados nuevamente en primera persona.

 

Se volvieron a Nazaret

 

      Como en el día solemne de la presentación, Jesús siguió siendo siempre

el centro de la familia de Nazaret. La actitud oblativa de María y de José

(vista en el trasfondo de la fe de Abrahán) iría creciendo de día en día.

      Los hechos de los comienzos no pudieron ser para María y José un

recuerdo episódico, una anécdota de la infancia de su hijo, sino la

revelación del verdadero rostro de aquél con quien se codeaban cada día.

Aquél que daba sentido a su vida no en la prolongación de una descendencia,

de una herencia, de un apellido según la carne, sino (y aquí vemos de nuevo

en contraluz la fe de Abrahán y Sara) la descendencia según la fe, es decir

el heredero de todos los hombres y el salvador de todos los hombres.

      Las palabras de Simeón no habían sido, pues, fruto de los sueños de un

viejo desocupado, ni la propaganda de Ana expresión de una anciana que no

puede dominar su lengua.

      Los espacios de futuro, de universalidad, la verdadera grandeza que

tales acontecimientos y palabras habían creado en el corazón de María y de

José, estaban ahí, mientras el muchacho "crecía y se robustecía y adelantaba

en saber". Es lo que constituye el misterio de Nazaret.

 

Bendito seas, Padre,

porque a través de la fe de Abrahán y de Sara,

de Simeón y de Ana,

de María y José

nos has dado el conocimiento de tu Hijo.

Nosotros hoy, herederos de la misma promesa,

queremos darte la misma confianza

que ellos te dieron,

para que tú puedas, por medio de Cristo,

seguir siendo la luz y vida del mundo.

Forma tú, Padre, con el Espíritu Santo,

la gran familia de tus hijos

entorno a tu Hijo primogénito.

 

Nuestras familias

 

      Aunque distantes en el tiempo y en la cultura de la familia de Nazaret,

nuestras familias y comunidades, pueden encontrar en ella fuerza y estímulo

para crecer en la fe y en el amor. Las lecturas de hoy nos sugieren algunos

puntos importantes en el camino de evangelización de la familia.

      Ante todo hay que saber dejarse educar por Dios. Saber descubrirlo en

el nacimiento y en la muerte, en los acontecimientos de gozo y dolor que

jalonan la vida familiar. Darle el protagonismo de guía y educador a través

de una fe que lo acoge en la oración y de un amor que opta por cumplir sus

mandamientos en lo concreto de la vida.

      Saber abrirse a la novedad, a los signos de vida y esperanza. El núcleo

familiar y comunitario necesita identificarse y crecer en relación con los

demás, en apertura y diálogo, para enriquecerse con lo que viene de fuera,

con lo que viene del futuro. Todo ello, naturalmente, sin renunciar a la

propia memoria e identidad.

      La familia de Nazaret, como nuestras familias y comunidades, fue ante

todo un conjunto de personas animadas por la fe. Como ella nuestras familias

pueden encontrar su unión y su fuerza en la participación en el amor de Dios,

si Cristo es su centro y su luz.

 

VOLVER A NAZARET - TEODORO BERZAL hsf

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario